Fragmento de la entrevista de Juan Menchero publicada en el magazine Jot Down, en la que el periodista en vez de repasar su carrera, dio un repaso de su vida completa, haciendo especialmente a los sentimientos del torero extremeño Alejandro Talavante. 

Fotografía Fernando Sancho

«Cuando torea José Tomás, ¿se ven peligrar las corridas de toros? No. Pues entonces habrá que torear como José Tomás.»

¿Qué hace un torero en Nueva York?

Un torero en Nueva York puede hacer cualquier cosa menos torear, pero puede dejarse torear por la ciudad, o torearla. Recordando el «im-presionante» de Jesulín, yo defino esta ciudad como «in-calificable». Me invita a trabajar, a sacar la lima. Ofrece un paisaje que provoca constantemente cambios en tu sensibilidad. Con sus contradicciones, Nueva York puede ser toreable. Y por sus contradicciones, también.

¿Te gustaría entrenar, a solas, al atardecer, en la azotea de alguno de estos edificios altos, como el Empire State, mirando Manhattan?

Sería un buen comienzo. Me perdería en los muletazos y el escenario tendería a desaparecer. Cuando viajo, hago ejercicios inconscientes de ficción taurina. Lo mismo imagino que tengo delante un toro que me da especialmente miedo cómo transmuto en Belmonte, o en un torero que aún no existe. Son situaciones muy reales que suceden en un espacio que no es físico, pero como si lo fuera.

Los toros, que son la primera industria cultural moderna, pasan de ser un deporte aristocrático, en el que los nobles van a caballo y los plebeyos a pie, a convertirse en territorio de disputa: el honor, el valor y la fama, como destino individual, como una forma de reconocimiento. Los toreros sois héroes modernos, precisamente porque no todo el mundo entiende lo que hacéis. ¿Tienes amigos antitaurinos?

Sí, sí que tengo. Demasiados. Bueno, no es que sean contrarios, sino que les interesa muy poco.

¿Son los toros un deporte o una fantasía masculina?

No, los toros no son un deporte. Probablemente lo serían si hubieran triunfado en los Estados Unidos.

A los toros no va nadie a ver ganar o perder a su equipo, pero lo de la fantasía masculina…

Estoy hasta el gorro de tanto hombre. Es verdad que no hay tantas mujeres toreras, ni apoderadas, pero no veo por qué el machismo tendría que ser una lucha eterna. Es simplemente un abuso de poder, del hombre sobre la mujer. Esta mañana he estado en un partido de los Knicks y estaba el pabellón lleno. ¿Habría tanta gente si fuera un partido de mujeres? No es solo una cuestión de que a las mujeres se les reconozcan derechos, porque eso no tiene discusión. Debería haber más admiración hacia el género femenino, en una medida suficiente, pero no para que ese problema de la consideración siga pasando igual. Está ese tópico de «si es una mujer, cómo se va a poner delante de un toro». Pero si la mujer tiene lo que hace falta para torear, valor, y muchas lo tienen, por qué no lo van a hacer. Yo el otro día vi una niña, en Olivenza, moviendo el capote. Me quedé alucinado. Pensé: un día será alguien. Pues ojalá, si es lo que quiere.

He leído que entiendes que haya polémica con los toros, e incluso que haya oposición.

Sobre esta cuestión tengo ideas propias, que lógicamente no coinciden con las de los antitaurinos. Pero hay momentos en que, si pudiera, me cambiaría por cualquiera de ellos. Comprendo que, si yo me hubiera criado en sus casas, tal vez pensaría igual. En algunas cosas, incluso podríamos estar de acuerdo. Ya. Es extraño que yo me dedique a lo que me dedico y que haya cosas con las que no comulgue en absoluto.

¿Como qué?

Por lo menos hay una cosa en la que coincido con una parte de la crítica: no se debe hacer de los toros una cuestión política, o de identidad nacional. Tampoco me gusta el folclorismo barato. Ahí hemos estado torpes quienes nos dedicamos a los toros. Y, como pasa en ocasiones, el miedo hace que acabes tomando del brazo a quien menos te conviene. En vez de seguir andando por el cable aunque el siguiente paso te lleve al vacío.

También has dicho en una ocasión que comprendías que mucha gente no pensara en si hay o no que prohibir los toros, sino en llegar a fin de mes o en la factura de la luz.

Ponerte en la tesitura de no poder votar al partido político que más te convence porque en su programa aparezca que quieren abolir los toros… No sé si hay mucha gente que lo viva así, pero es de las cosas que no me gustaría que pasaran. Yo no sé nada de la vida, soy un ignorante porque apenas voy andándola, pero he aprendido que es una contradicción. Por encima de otras formas artísticas, a lo que más se parece la tauromaquia es a la vida cotidiana. Luego, además, para mí está relacionada con unos valores, como ser un caballero, que no sé si nos acompañan siempre en la sociedad en que vivimos, pero que no querría imponerle a nadie para que viera el mundo como yo lo veo. El rito trae consigo ciertos valores, comportamientos. Muy antiguos, pero que a mí me parecen muy modernos. Quizá por eso se haga más especial la búsqueda, por no perderlos.

¿No crees que a veces se utiliza la palabra cultura para decir que algo es mejor de lo que es, para darle lustre?

Sí, se utiliza la palabra cultura para que algo tenga más credibilidad, ¿no? Yo creo que en el caso de los toros no debería haber discusión, pero en un mundo donde se abusa de esa palabra…

Es más complicado.

Estoy de acuerdo en que decir de algo que es cultura no es decir que sea bueno ni malo. Los toros te pueden parecer una salvajada, pero a la vez un acto cultural, y respetarlos por eso. No creo que las dos cosas tengan que ir de la mano. Para mí los toros son cultura, pero esa palabra no se puede utilizar para darle credibilidad al toreo.

¿Los mayores enemigos de los toros están dentro o fuera?

¿A qué te refieres? ¿Al organigrama del negocio?

Tú dirás.

No lo sé… Fíjate, el toreo para mí no tiene enemigos. Hay vanidades y necesidad de poder, como en todas las profesiones. Y luego, dentro o fuera, hay siempre gente que suma más que otra, pero no hay enemigos. Cuando torea José Tomás, ¿se ven peligrar las corridas de toros? No. Pues entonces habrá que torear como José Tomás.

Pongamos que las corridas son una expresión cultural; un arte, para mucha gente. ¿No crees que hay otro tipo de festejos —como los embolaos, o el toro de la vega— que cada vez se hacen más incómodos al ojo? Muchas personas muy concentradas en hacer cosas muy bestias…

El toreo, como tú dices, ha seguido una evolución, que ha llegado a este punto estético, incluso poético, en que la lidia se ha convertido en una metáfora de la vida y en metafísica. Pero a eso se ha llegado porque se empezó jugando con el toro. Yo me quedo con la evolución. Me gusta el resultado de esa evolución de la que forman parte esos juegos y entiendo que existan igual que existieron en un principio, aunque no haya ido nunca ni participado. No me gusta desperdiciar un solo embiste del animal.

Entonces, esos juegos, ¿son una expresión artística?

No, artística no: son una expresión del pueblo, cultural.

El auge de las corridas de toros coincide con el surgimiento de los cafés cantantes, la danza moderna o el cine. Se produce con la separación definitiva del mundo preindustrial, a cuyo encuentro, por medios extraordinarios —que es como se traduce al inglés «el arte de birlibirloque»—, acude la gente a la plaza, mujeres y hombres, pero sobre todo los hombres, a encumbrar y a deponer a sus héroes.

¿Hay en el espectáculo algo de nostalgia por ese mundo? ¿O sin la ciudad no hay toreo?

En mi experiencia, el marco de una corrida de toros en medio de una metrópolis hace que lo que sucede en la plaza adquiera un carácter que no tiene en mitad de la naturaleza. Quizá sea ahí, en la ciudad, donde esté ahora ese laberinto y los toros sean lo que queda de esa resolución que dices. Yo puedo torear en el campo, pero necesito Sevilla, Madrid. Si se prohibieran los toros, tendría que irme como los bandoleros a la sierra, a torear sin que nadie me viese. Pero cuanto más ruidosa y más grande la ciudad, más cómodo me siento toreando. Esta mañana hablaba con mis dos hermanos y un par de amigos con los que he venido a Nueva York de lo alucinante que sería ver correr toros por la Quinta Avenida.

¿Es mucho trabajo llevar una ganadería?

La mía es una cosa muy pequeña. La tengo desde hace seis años. E imagínate, a los veintipocos años yo era un crío. De repente me vi comprando vacas y ejerciendo de ganadero. Con decisiones así he sido bastante atrevido, porque no tenía ni idea, aunque de pequeño me pasara todo el día en clase pintando ganaderías, pensando dónde iba a poner los cercados, la plaza de toros. Una vez hice un dibujo con quinientas vacas, cada una distinta. Ahora veo que en esa inocencia había un amor por el animal bastante grande. Me encanta el campo, aunque necesito muchos consejos para que mis animales estén en perfecto estado. No soy un entendido.

Hombre, algo tendrás que saber.

Claro. Igual tú te metes en una piara de quinientas vacas y solo ves eso, vacas. Yo ahora veo a cada una y a cada una le doy su sentido. Pero no soy la imagen que uno tiene de un ganadero, que es normalmente la de un señor con una vida asentada y bastante kilometraje hecho. Yo tengo vacas porque me aporta mucho conocimiento de lo que hago.

He visto una foto tuya con Woody Allen. Sale con cara de susto, con el capote en la mano.

Nunca pensé que fuera a conocerle. Fui a verle tocar con dos de mis hermanos y unos amigos al Hotel Carlyle. Se sorprendió de que viniera a Manhattan, a verle tocar el clarinete, un torero. Cuando le di el capote, me dijo: «¿Y la muleta?». Y le respondí: «Te la traeré el año que viene». No sé si le gustan los toros, pero me trató con cariño, fue muy afectuoso. Y sentí que ha pensado más de una vez en su vida en esta profesión.

A veces te quedas pasmao delante de un toro. Parece dificilísimo estar ahí. ¿Qué se cuenta uno para no moverse?

Tengo una pelea entre… Mira, mi condición es de pasmo. Yo me quedo pasmao, como le podía pasar a Juan Belmonte. Pero creo que mi arte está evolucionando gracias entre otras cosas al movimiento, a la fluidez, que ahora valoro mucho más que antes. Hay más dificultad en el movimiento que en quedarte totalmente quieto. Cualquiera es capaz de convencerse a sí mismo de quedarse quieto si viene el tren; lo difícil es salir airoso con gracia y con gusto. Si te quedas parado no hay ritmo, no hay chispa ni es atractivo visualmente.

Me gusta el movimiento de Joselito «el Gallo», y de Belmonte, el pasmo. Es una balanza complicada. De mi estilo se valora mucho la quietud, pero si a la quietud le aporto ese punto de gracia, de anticipación, de conocimiento del tiempo, creo que incluso ese pasmo puede emocionar mucho más, por lo menos a mí. Me emociona mucho más. Cuando estoy en el sofá de mi casa, y me imagino haciendo una suerte, la hago teniendo en cuenta esos dos puntos, y me gusta más que cuando tenía menos conocimiento y todo lo quería hacer muy sobrio y muy parado.

Lo que los toreros hacéis con el tiempo y el espacio es lo que más subyuga al espectador, pero sospecho que al verlo en una pantalla, en fin, lo que vemos está mediado por una realización impecable. Hay un arte del montaje audiovisual. ¿Es comparable lo que uno ve a lo que sucede en la plaza?

El toreo es tiempo y espacio. Y geometría y altura. Y ritmo, porque el movimiento es indisociable del ritmo. Por eso los toros son un tipo de espectáculo que no necesita la televisión. Para empezar, cuando estás en la plaza, la relación con el público es algo mística, como sagrada: la gente cobra importancia. Yo toreo para mí, pero necesito al público. Me gustaría que mi espectáculo no abarcara más de lo que puede, aunque sea yo el primero que ve los toros en la televisión porque es muy cómodo trabajar así, analizando los detalles de lo que hago desde el sofá. La realización es brillante; no lo digo porque se pueda hacer mejor. En la plaza, ocurren cosas.

Por ejemplo, yo no soy capaz de ver nítidamente a la gente porque tengo miopía y astigmatismo, de los que no pretendo curarme. Cuando toreo, al público lo veo como a través de un cristal medio opaco. Veo una masa, me parece que no es real, pero tenerlo ahí, su presencia, te provoca cosas.

Debe ser difícil, entonces, lidiar en una tarde no uno o dos, sino seis toros, como hiciste en San Isidro en 2013.

¡Uf! Fue uno de mis mayores fracasos. No es que me arrepienta de nada, pero esos siete días, hasta la siguiente corrida, pasaron muy lentos. Yo estaba hundido, hundido. Salí de allí con seis cadenas alrededor del cuello. Sin embargo, cuando tuve que torear de nuevo, llegué con el punto justo de emoción para que pocas cosas me importaran más. Sabina, que fue a las dos corridas, me decía: es acojonante que hayas pasado del infierno al cielo sin estación de por medio. Ese tipo de contraste te hace sentir muy vivo. Te sientes lo contrario de un autómata.

Esta temporada pasada te ha consagrado como el mejor torero, por unanimidad de la crítica y de los medios. ¿Se envidia algo de otras figuras cuando se es el mejor?

Envidio no poder ser todos los demás toreros, todos a un mismo tiempo. No pienso que sea el mejor. En mi vida, me doy cuenta de que en muchas facetas soy un perfecto inútil.

A los doce años te apuntaste a la escuela de tauromaquia. En siete años te graduaste de torero. Ya hace diez que tomaste la alternativa. Ahora tienes veintinueve.

Esta profesión te hace un hombre antes de tiempo, y eso acarrea consecuencias. Hay partes en las que luego te notas inmaduro, y otras en las que te sientes más seguro. Yo de niño era un chico muy familiar. Luego salía con mis amigos, que hablaban de cosas distintas a las que yo escuchaba cuando estaba entre adultos, y me sentía fuera de lugar. Tenía un pie con ellos y otro en el mundo de gente mayor que yo.

¿Se te ocurría pensar en que no fuese a llegar, o en que fuera para mejor que no llegara jamás?

No. La verdad es que no. Cuando me fui con Antonio Corbacho, aquellos tres años solo en una aldea de la sierra de Aracena, tomé conciencia enseguida de que faltaba menos. Fue un corte radical con mi infancia. Ojalá tuviera ahora esa madurez. En ese momento fue un paso duro. Y decisivo, porque, aunque no supiera entonces si iba a tener la suerte de llegar, lo que sí sabía era que, si las cosas funcionaban, todo ese trabajo iba a ser fundamental. Tenía una fe ciega en Antonio y muchas ganas de irme con él, pero me lo tuve que ganar.

¿Cómo fue? ¿Qué tuviste que hacer?

Primero me probó a ver si estaba dispuesto a hacerlo de verdad. Me decía, «¡Deja de engañar a tu padre!». «¿Engañar a mi padre por qué, Antonio?». «¡Que dejes de engañar a tu padre, tú no quieres ser torero ni !». Yo lloraba. Al final me fui solo con Antonio. En Badajoz se quedaron todos mis amigos, mi familia, mis hermanos. Estaba con una chica de la que estaba… en fin, por la que sentía cosas. Yo llevaba un pendiente en la oreja que ella me había regalado. Me lo ponía a escondidas de Antonio, que me dijo de todo cuando me vio [risas]. El caso es que, cuando ya sabía que me marchaba, cogí el pendiente, lo metí en la misma caja en la que me lo había regalado y le dije: te lo devuelvo, voy a entrar a un sitio donde no cabemos los dos. Fue en la Puerta Grande de la Plaza de las Ventas. Aguanté ese momento, pero al volver con Antonio me harté de llorar. Y él me abrazaba con fuerza, e imagino que con bastante ternura.

¿Alguna vez has entrenado igual que durante esos años?

Ahora estoy trabajando tan duro como aquellos años, aunque no tengo horario en el entrenamiento. Alguna vez quedo con compañeros y alguno me pregunta, porque me conoce, a qué hora me levanto. Y yo digo: «A las once, que para eso soy torero, ¿no?» [Risas].

Me acuesto tarde, a las tres o a las cuatro. Ellos llevan horarios más ordenados. Yo no soy nada ordenado en el entrenamiento, pero antes de acostarme, cuando ya está la casa tranquila, me pongo a ello.

La de los toreros es una relación bastante extraña con el miedo.

Entre las cosas que hago cuando estoy delante del toro, para que llegue ese momento en que todo funciona, está confrontar mis miedos. Los voy conociendo porque no trato de huir de ellos, los tengo muy presentes. Me libera mucho confrontarlos. Además, creo que esa libertad no es algo que se gane un día y dure eternamente. Es algo que se demuestra. Es la libertad entendida como una forma de no depender de aquellas cosas que te sujetan a este mundo; no depender ni de pasado ni de futuro, vivir en el presente.

No cuesta trabajo imaginar cuál es el miedo principal.

Los miedos van mutando. Pero sí, el principal es no saber morir con dignidad.

¿Qué es cruzar la línea?

Es cuando tu toreo tiene un sentido y conoces unos terrenos en los que sabes que, si te metes, acortas la distancia que existe con el animal, logras una profundidad, una cercanía, que es una fusión muy intensa pero mucho más peligrosa, que solo se alcanza si se piensa en el animal toda la vida. En la distancia también hay exposición, pero ahí sabes que no te vas a fundir con el animal. El peligro cobra otro sentido.

¿Y perder el sitio? ¿Qué es?

Está relacionado con la pregunta anterior; el toro se anticipa a tus movimientos y esa distancia te aleja del animal, no hay reunión porque manda el toro.