La locura más sana es la del toreo. Locura de admiración, borrachera de toreo hondo, sobrio, exquisito y diferente: variado. Esa sensación se apoderó de Madrid en la encerrona de Antonio Ferrera. Todo encajaba en un primer momento: el precioso traje blanco y oro con mariposas bordadas, los excelentísimos toreros de plata que le acompañaban… Todo menos ganaderías, las cuales eran las de siempre a excepción de Adolfo. De presentación aceptable, pero sin ser nada del otro mundo, los de Victoriano; serio pero en los huesos el de Alcurrucén; sin cuajo y «anovillado» el de Adolfo; desgarbado el de Domingo Hernández y bonito el de Parladé, aunque algo vasto. De juego variado, siendo los más bravos los de Victoriano. Mención merece el hecho de que hemos visto buenos puyazos, todos arriba y delanteros. También, como es habitual, sobresalieron a la brega y a los palos Fernando Sánchez y José Chacón.

La tarde fue de menos a más. Hubo, además, gran variedad en el toreo de capote de Ferrera con galleos, la suerte de la veleta y amplio repertorio de pases, cosa que se agradece. En el primero no dejó el matador más que detalles de torería con sabor añejo. La gran virtud de ésta faena fue, sin duda, el mando al bronco toro de Alcurrucén que además se dolió de las patas traseras en banderillas.

El segundo toro tuvo más nobleza y además dos carras; por el pitón izquierdo no tenía ni uno de lo bronco que fue y por el derecho  bobo y toreable, por el que Ferrera se puso diestro y cuajado, muy entero, y lo templó a las mil maravillas. Aquí cabe destacar uno de los únicos tres errores que cometió, que no fue más que salirse de la suerte al matar y por ello pinchó. Pudo ser otra oreja.

Hacia una alimaña desarrolló el de Adolfo, al que se le realizó el histórico salto de la garrocha. Ya convertido en un toro complicado Ferrera le mandó y templó, sacando una gran tanda de naturales limpia, pero nada más. In crescendo fue la segunda parte de la corrida.

El cuarto fue el mejor toro de la tarde sin duda alguna, encastado y también entregado. El toreo de Ferrera también sufre una evolución a lo largo de la tarde, ahora está más atornillado al suelo, mucho más firme y se le adivinan maneras ortodoxas. Empieza a templar mucho más, a ahormarse en lo que es la tarde más importante de su temporada y una de las de mayor compromiso de su carrera. Le da sitio al toro, le deja su espacio y no lo agobia, conjuga el toreo de mando y el de arte en una faena, la de mayor intensidad de todas. Se le atragantó la espada y también el descabello, por lo que se esfumó otra oreja.

El quinto no estaba precisamente boyante de fuerzas, y dobló las manos en diversas ocasiones. Dejó Antonio los lances de mayor gusto con este animal, sobre todo remates por abajo y algún pase de pecho. Sumado al estoconazo que le propinó al toro, que rodó inmediatamente, le valió la primera oreja de la tarde.

Y en el sexto turno ya Madrid se rompió, crujía la plaza con cada ole, se rompían las voces en los silencios tensos cuando se disponía a citar al animal. La ronca voz de Las Ventas resonará en quienes estuvimos allí durante largo tiempo. Al término del tercio de banderillas, cuyo último par lo puso el matador, gritos de <<¡TORERO, TORERO!>> resonaban por la plaza. Y en la faena cada pase era un verso para la poesía, cada silencio era un punto y seguido. Al rubricar su obra con una media parecía todo negro, y dos descabellos, no iba a poder ser, pero cortó una oreja pese a ello y logró abrir una gran Puerta Grande de Madrid, rotunda sin duda. Por otro lado tuvo dos fallos garrafales: no cargar la suerte y usar en demasía el pico, cosas que es menester limar cuanto antes, ya que quitan valor a lo expresado anteriormente.

Se cierra así un capítulo más de la historia de Las Ventas, con sus virtudes y defectos, pero lo que está claro es que esto dará juego por mucho tiempo, al menos si fuéramos realmente justos.

Por Quesillo