Por Paula Mendieta

Una de estas noches frías de noviembre y sin nada que hacer, en vistas a un soberano aburrimiento de un partido del Real Madrid, me dio por sacar un libro viejo que me prestó mi querido amigo Antonio Galiano, presidente de toros de la Monumental de Barcelona. «Aproximación a la tauromaquia» de Manuel Ríos Ruiz se llamaba.

Comencé a leer las páginas de aquel libro de intriga, pues según iba avanzando me fue enganchando cada vez más. En un momento de fluidez en mi lectura y justo cuando el autor nombraba a los cuatro toros más «bravos» (he aquí el motivo de mi «artículo») me vino a las mientes una anécdota que viví hace poco tiempo en Cantabria.

Según Manuel Ríos, nombrando a «un tío» como se diría en los tendidos de las plazas, de nombre «Caramelo» y de la ganadería de Manuel Suárez Jiménez, que por cierto, imposible me va ser de olvidar, fue uno de los toros más bravos de la historia de nuestra fiesta española. Ganó un cruel combate con un tigre y un león y a su vez, tuvo que vivir el pobre animal cuatro lidias y tres indultos.

Según iba leyendo cada vez mi recuerdo de aquella anécdota que os estoy contando se veía menos nítido.

Un fin de semana cualquiera de octubre, viajé a la preciosa tierra de Cantabria. En Perrozo concretamente. Y después de haber paseado por aquel hermoso paisaje y habiendo disfrutado de las ganaderías de mansos, de raza Tudanca como es propia de allí, me paré para ver a un hermoso toro. De nombre «Garbancito» o así quise llamarlo.

No tenía las hechuras ni la belleza del admirado rey de las plazas como es el toro bravo, más bien era el patito feo, aunque no por ello perdía la esencia y la seriedad de un toro en sus ojos cuando se clavaron frente a los míos. Pues hubo un momento de completo silencio, un tanto irritante, donde pude verme reflejada en sus pupilas. Y digo irritante porque en ese preciso momento sentí mínimamente lo que siente un torero poniéndose delante de la cara de un toro. Más bien pensé que iba a ser lo más cerca que iba a estar en toda mi vida de un animal tan impresionante. Aprovechándome de la confianza que me transmitía ese Tudanco, vacilé con él citándole tras la valla que nos separaba unos centímetros. En ese momento el animal reaccionó, y no precisamente como me hubiera gustado. Escarbó en la arena y me avisó del malestar que le estaba causando. Desde ese momento su mirada se había clavado en su objetivo, yo. No me perdió de vista en ningún momento, incluso he de decir que embistió en la valla unas cuantas veces. Su cabeza giraba a cada paso que daba y sus ojos serios, no parpadearon ni una sola vez.

«Caramelo» fue harina de otro costal. Pero no solo a comparación con «Garbancito», sino también de los muchos toros indultados en los últimos años. Según contaba Manuel Ríos, fue un toro de excepcional bravura: «Primeramente fue lidiado en Madrid, el 15 de agosto de 1848. Devuelto a corrales, volvió al redondel madrileño el 9 de septiembre, recibiendo la friolera cantidad de doce puyazos y matando tres caballos. Se le perdonó otra vez la vida a petición del público. En Madrid lo sacaron por tercera vez al albero, llevando una guirnalda de flores alrededor del pescuezo para que lo lancearan con cuidado los diestros El Salmantino y Cayetano Sanz, mas este toro no volvió al campo debido a la avaricia de los empresarios y fue lidiado por última vez en Bilbao la temporada siguiente, donde el matador de toros Regatero lo lidió con brevedad y lo mató con prontitud según los cronistas de la época», argumentaba el autor. Y así os podría seguir contando la fascinante bravura de los toros que le vienen siguiendo a «Caramelo», como es el caso de «Libertado» del hierro De Vicente Romero García, soportando nada menos que treinta y seis varas y matando seis caballos en Jerez de la Frontera en 1864. «Malagueño» de Manuel García Aleas, con tres vueltas al ruedo en Madrid la tarde del 24 de mayo de 1925. «Morriones» de Atanasio Linares también protagonizó este escalafón de toros bravos, finiquitó doce caballos e hirió a dos picadores. Se le perdonó la vida y con once años de edad lo volvieron a lidiar hasta darle muerte tras recibir once varas y matar a seis caballos.

También voy a destacar a «Cucharero» del hierro de Atanasio Martín. Fue lidiado por «Lagartijo». Una pesadilla para el diestro, pues era tan grande que solo su cabeza llegó a pesar 100kg. Su fortaleza era tanta, que los picadores no llegaron a hacerle sangrar en ninguna de las diez veces que fue al caballo para derribarlos de inmediato. Mítica fue la frase que salió del propio matador al intentar lidiar con él: ¡Maldita sea la vaca que te parió! Ocurrió en Málaga, la tarde del 3 de junio de 1877. Todo un clásico.

Llegados a este punto y habiendo dado este pequeño repaso histórico de los toros bravos en la historia de nuestra fiesta, me surgen varias preguntas: Exactamente el toro considerado bravo, ¿tiene que responder a una serie de características especificas para considerarse como tal? Garbancito, ¿podría considerarse, dentro de su condición de manso, un toro encastado? Y por último, actualmente y en vistas a los últimos indultos de toros  en España, ¿hablamos en realidad de bravura o de docilidad?

Dando un paso atrás (quizás dos años), me viene a la cabeza determinados indultos que se han producido hasta día de hoy y, basándome en eso, veo claramente un erróneo concepto de «bravo» en una gran parte de la afición.

A mi juicio, la afición se divide en varios sectores. Pero principalmente destaco la existencia de dos tipos: los primeros, piensan que el toro debe estar armado de trapío ya que es considerado como «el rey de las plazas», aunque esto suponga que dicho rey esté fuera de tipo o procedencia. Por otro lado tenemos a los que yo denomino «palmeros del Gintonic», defienden que dulcificar al bravo es justo para que, a la postre, se acomoden los «figuras» con su toreo moderno y que, tarde tras tarde, nos den un espectáculo lamentable.

Este año precisamente pasó con las primeras pinceladas de San Isidro. El Gintonic ayudaba a pasar el nudo que se nos hacía entre manso y manso. Si era cuestión de ésto, al menos nos deberían de haber bajado el precio de los cubatas.

Según nuestro querido José María de Cossío: «a la bravura se le ha considerado como un instinto de defensa provocada por la cólera del toro en el instante de ser molestado, o como miedo o cobardía ante lo desconocido, o como una misteriosa y natural violencia del toro que ataca a cuanto se mueve o le excita.

Una de las características de la bravura es crecerse al castigo, en lugar de huir». Y sigue argumentando el autor que «el toro verdaderamente bravo, antes de acometer a su presa, le avisa. Se cuadra y se coloca en rectitud ante quien quiere ahuyentarle, le mira fijamente, adelanta las orejas, levanta la cabeza y, a veces, retrocede o avanza a leves pasos antes de arrancarse.

Igualmente, debe embestir con prontitud, con nobleza, sin cabecear, siguiendo con fijeza al objeto que persigue para cornearlo, sin cansarse, aunque nunca logre alcanzar a su enemigo».

Esto responde claramente a la cuestión formulada en cuanto a Garbancito: avisó de su malestar, se colocó en rectitud ante mi, me miró fijamente sin perderme de vista e hizo el amago de embestir como señal de defensa ante un estímulo externo que lo excitó.

He aquí la confusión que hay entre el concepto de bravura y el concepto de casta. Son diferencialmente complementarios, en tanto que un toro bravo y a su vez encastado, sería el ideal de todo aficionado y por lo tanto, muy difícil estar a la altura a la hora de ser lidiado. Esto responde a su vez a la facilidad con la que se indulta un toro considerado como «bravo» actualmente. La nobleza es una cualidad de bravura pero eso no implica que lo sea. Por esta razón, los toros indultados suelen ser todos nobles, que repiten en su embestida pero realmente no son bravos. Hablamos por tanto de docilidad y no de bravura. Exceptuando a mi juicio el caso de «Cobradiezmos», toro bravo de la ganadería de Victorino Martín indultado en Sevilla por Manuel Escribano el pasado año.

Haciendo referencia una vez más a las palabras de José María de Cossío, un toro para ser bravo tiene que responder a una serie de condiciones esenciales: «La bravura se hace ostensible para el espectador mediante la embestida, cuya rectitud y fijeza ha de ser denominador común de su comportamiento, pero puede observarse en otros muchos detalles en el curso de la lidia. Así, al salir de chiqueros, al arrancarse con viveza ante los capotes desde cualquier terreno y rematar en tablas, sin intentar nunca saltar la barrera; al entrar a los capotes sin levantar las manos (patas delanteras) ni puntear ni derrotar en el engaño ni cortar la salida en la terminación del pase; al arrancarse de largo ante el caballo, bajar y remeter la cabeza contra el peto, soportando el castigo de la vara sin cabecear, sino metiendo los riñones y levantando el tercio posterior para intentar el derribo del enemigo; no cortar la salida ni berrear en los pares de banderillas y embestir por derecho y templado a la muleta sin salir suelto tras el remate del pase ni acortar el recorrido ni abrir la boca en el transcurso de la faena de muleta, para cuadrar bien y pronto a la hora de la muerte». ¿Se aplica esto a todos los toros que han sido indultados en los últimos años? ¿Se aplica esto «Fusilero», toro indultado por Manzanares en Illescas? O a «Pasmoso», último toro de la feria de Fallas lidiado e indultado por Alberto López Simón. Y podría seguir.

¿Qué sería pues de «Caramelo» o de «Libertado» en nuestra época? Hubieran sido expuestos en el museo de cera si me apuras.

Es evidente que la tauromaquia ha evolucionado mucho y que, probablamente, estos toros hubieran sido echados para atrás nada más asomar por la Calle Alcalá por presentación (pequeños, o como se diría en los tendidos «gatitos» o «sardinas») pero lo que sí es cierto es que éstos respondían a cada una de las condiciones de bravo. Siendo conscientes de que la bravura se mide en la pelea que haya hecho en el caballo, ahora nos conformamos con un tercio de varas vulgar y mediocre, pero somos así.

Sin nada que inventar sobre esta cuestión pero con mucho que objetar: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor» como se diría antiguamente.