Uno se está enterando en estos días de muchas cosas: que el afeitado se hace a espaldas de las figuras que todo lo controlan, que pasados los años nos damos cuenta de que lo que los Presupuestos Generales del Estado dedica a los toros nos parece poco y nos indignamos, o que la Fundación del Toro de Lidia no defiende la Fiesta de los toros, sino que defiende a aquellos que reciben ataques desde el exterior, que en su mayoría, salvo excepciones, son las gentes que viven de este negocio de la “tauromaquia”, que así se llama ahora. Que no nos vamos a meter con nada más, ni afeitados, ni fraudes, ni toreros que imponen carteles y vetan a compañeros, ni pantomimas vergonzantes, ni medio toro, ni un tercio de fiesta, nada. Solo si nos molestan los antis, en forma de partidos políticos, asociaciones, animalistas extremos o descerebrados que celebran las tragedias de los hombres en el ruedo. Pero de lo otro, nada de nada y menos.

Que esto hace que se me venga a la cabeza la historia del rey Bermudo de Grossendald, que viendo cómo acampaban frente a su castillo una compañía de titiriteros, unos mercaderes de ganado, junto con unos peregrinos y un puñado de milicianos desarrapados que les acompañaban sintió que su hacienda corría peligro de ser invadida. Si bien es verdad que portaban cartas que otros monarcas de otros lugares les habían expedido para garantizar su libre transitar por el mundo, parecía complicado que pudieran echar abajo los muros de la fortaleza del rey Bermudo. Este reunió a todos sus caballeros y vasallos de mayor rango y más cercanos a él y acordaron que iban a publicar un edicto urgente que impidiera que cualquier forastero traspasara el puente levadizo que daba acceso a sus dominios. Las leyes destellaban en todos los muros y puertas de la ciudad. Había que defenderse de posibles invasiones. Y el rey Bermudo y los suyos olvidaron que los brotes de cólera ya empezaban a ser demasiado numerosos. “Majestad, ¿y el cólera?”. De eso que se ocupen otros, el peligro está fuera de las murallas. Y mientras se reforzaban las guardias hacia el exterior, aquellos brotes enfermizos se convirtieron en plaga, sin que su majestad le prestara atención, solo tenía ojos para el exterior. La plaga primero diezmó a la población, para después acabar con todos los súbditos de Grossendald. Los edificios eran carcomidos por las ratas, deshabitados caían uno a uno, hasta que la ciudad y sus habitantes solo fueron un recuerdo. La élite bermudiana solo se preocupaba de que los de fuera no les usurparan sus propiedades, sus negocios, sus riquezas. Bermudo pagó mercenarios y pactó con todos los reyes limítrofes tratados y leyes que le aseguraban que nunca tomarían Grossendald. Feliz Bermudo, orgulloso de su bien hacer, no daba crédito a lo que vieron sus ojos cuando miró para adentro, no había ciudad, no había súbditos, no había riquezas, no había nada que defender. Todos sus desvelos eran para defender la nada que su necedad había construido durante todo ese tiempo.

Quizá el presidente de la Fundación del Toro de Lidia y sus caballeros estén ahora preocupados con pactar y firmar tratados con partidos políticos para que le garanticen por ley que nunca atacarán a la “tauromaquia”. Hasta puede que lo consigan y hasta cabría la posibilidad de que tales tratados sean respetados por todos, pero, ¿y si cuando quieran darse cuenta ya no hay nada que defender? Confían en que los males que afectan a la fiesta, y de los que ellos son responsables en la mayoría de los casos, como el fraude, el afeitado, el acomodo, exigencias, vulgaridad, incapacidad y falta de afición de las figuras. Ven lógica y loable esta estructura endogámica de la fiesta, este yo me lo guiso, yo me lo como de unos cuantos, que el toro sea una mera comparsa lastimera de todo este tinglado; lo mismo da que el toro no sea toro, que el toreo se haya convertido en la farsa de unos imitadores de danzantes carnavalescos. Ya habrá quién se ocupe de querer arreglar estas y otras infamias, da lo mismo. Si mientras ellos pueden continuar con su negocio, al menos hasta que les aguante el cuerpo, ya les vale, no hay por qué seguir más allá. Eso sí, que luego no se partan las camisas cuando caigan en la cuenta de que todos esos esfuerzos egoístas, como los de Bermudo y sus caballeros, solo han servido para crear la gran paradoja de defender la nada.

 

Enrique Martín

Toros Grada Seis