Hay momentos en los que los taurinos se sinceran, les brota un ataque de verdad y sin quizá pretenderlo nos cantan sus propias deficiencias. ¿Quién no ha escuchado alguna vez esa queja de toreros y ganaderos al referirse al público, al aficionado, afirmando eso de “es que ya no sé qué es lo que quieren”? ¡Vaya! Que a estas alturas no saben lo que queremos, lo que nos gusta, por dónde van nuestros deseos como aficionado a los toros. Que a algunos puede que esto le ofenda, pero la cosa es para que nos echemos a llorar. Esto no parece evidenciar otra cosa que la zanja que separa a aficionados de taurinos y público es tan profundo e insalvable, que más bien da la sensación de que hablamos dos lenguas distintas o lo que es peor, hablamos de dos cosas que nada tienen que ver entre sí. Este desencuentro ya se advierte en el hablar de unos y otros. El habla taurina, amplia y precisa, se ha convertido en una jerga llena de «palabros» que más bien sirven para no decir nada, en lugar de para describir. Señalar o identificar. De todo, menos comunicar.

Se han creado un mundo adaptado para ellos, con suprema observancia de la comodidad de los de luces, los caprichos de todo aquel con algo de mando y garantizándose el negocio, siempre y cuando haya dos primos que les llenen los bolsillos y que además les aplaudan y justifiquen esa forma tan jacarandosa de levantarles la mosca. Todo el camino hecho por los toros, por el toreo, desde hace siglos, toda esa huella secular pretenden borrarla, ocultándola bajo una capa de asfalto, sin dudar en tapar cualquier signo que pueda descubrir la trampa en la que se han instalado. Tapan y quieren reconstruir la historia a su manera, afirman sin rubor que la verdad del pasado nunca existió y lo que nunca fue es su verdad. Mientras tanto, hay que seguir tapando y callando, que no haya modelos de lo clásico en esta fiesta, no vaya a ser que alguien los encuentre, le calen y decida tirar por esos derroteros de lo que siempre fue. Fuera con todo.

Dicen que no saben lo que queremos; es que ya resulta muy difícil que lo sepan, pues las fuentes en las que muchos beben, nada tienen que ver con lo que han sido las esencias del toreo. Solo hay que detenerse en un aspecto para entender a la perfección de qué va este tinglado; el eje de la fiesta siempre ha sido el toro, al que se ubicaba en el centro de este universo y a partir de ahí se empezaba a construir, piedra a piedra, hasta llegar a lo que algunos aún llegamos a ver. Pero, cosas de los taurinos, ese eje se traslado y se centro en el torero, siendo el toro un accesorio más de este jaleo que antes llamábamos los toros y ahora denominan habitualmente como tauromaquia. Que tauromaquia es, por supuesto, pero los toros, las corridas de toros eran una parte de la tauromaquia, quizá lo más evolucionado, sofisticado, refinado y complicado de esta.

Difícil resulta entenderse si unos hablan la lengua del toro como centro absoluto de todo y los otros chamullan en otra cosa; llámenlo cómo quieran, en la que el rey viste medias rosas y a él todo le está debido, hay que claudicar a sus caprichos, que por algo es el que manda. Ya digo, pasamos del francés al alemán y viceversa. En un idioma el vestir de luces era un rito, un hecho reservado a los elegidos, un respeto máximo a lo que representaba ese hábito de sangre y oro, de muerte y azabache, de humildad y plata. En la otra jerga el vestido pesa, molesta y a la mínima vemos a chavales y no tan chavales, que se dejan de lado lo mismo las zapatillas que la chaquetilla, que molestan. Los alamares no se acarician, se arrancan y se exhiben como trofeos en la barra del bar, para llevar las llaves, como cierre de un bolso o como adorno en unos zapatos. Nos creemos que todos hablamos el mismo idioma y que en nuestro ideario compartimos los mismos fundamentos y la misma escala de valores, pero la realidad parece otra y muy diferente y es que, si no saben lo que queremos, mala cosa.

 

Enrique Martín

Toros Grada Seis