Nadie que confiese estar en su sano juicio puede desear la muerte de un torero o, lo que es más normal, una cornada, algo que para nuestra desdicha sucede con cierta asiduidad. La sangre de un torero, aunque gloriosa no la queremos nadie, por más que enriquezca el espíritu de todos los aficionados. La fiesta de los toros es tan bella, tan auténtica, tan arrebatadora que, como se sabe, el protagonista puede morir de verdad y de hecho así ha sucedido muchas veces. Recordemos que, dentro de pocos días celebraremos el aniversario de la muerte de Iván Fandiño.

A falta de pocos días para que finalice la feria de Madrid ya podemos hacer balance de los diestros heridos de gravedad durante dicha feria. Gonzalo Caballero, Juan Leal, Manolo Escribano, Román Collado y Sebastián Ritter cinco hombres con sangre humilde han regado el ruedo de Madrid para glorificar la fiesta de los toros, un valor que nadie les negaremos, al margen del dolor físico que  las criaturas han tenido que sufrir viendo sus carnes desgarradas e incluso la posibilidad de que por dicha heridas pudiera escapárseles hasta la vida. Por mucho que cuantifiquemos y ponderemos sus valores, siempre nos quedaremos cortos para poder ensalzar la sangre derramada por unos hombres ilusionados que, hambrientos de gloria no les ha importado para nada poner su vida en peligro.

Como se entenderá, aquí no cabe juicio de valor hacia nadie puesto que, la sangre que han derramado es tan bella, tan auténtica, tan de hombres cabales que, toda opinión al respecto de cada diestro muere de inmediato para quedarse rendida ante la grandeza de la sangre. No hay tributo más grande que honre nuestra fiesta taurina que la misma sangre que derraman los toreros que, sin pretenderlo, glorifican la fiesta de los toros con más verdad y realidad que pudo hacerlo Goya pintando su tauromaquia.

¿Cómo se cuantifica ese gesto de dolor incontenido cuando un torero tiene sus carnes desagarradas por el pitón de un toro que le ha querido matar? No existen palabras en el diccionario para poder expresar una verdad tan grande como absoluta. Es absolutamente dantesco cuando el torero herido, con su gesto desgarrado, taponándose la herida con sus propias manos, algo inenarrable que solo sucede en los toros, de ahí la grandeza que anida dentro de este espectáculo que algunos desalmados nos quieren aniquilar sin saber las razones por las que un hombre es capaz de jugarse la vida.

Claro que, para que esta fiesta sea todavía más grande de lo que parece, la sangre solo la derraman los humildes en un porcentaje altísimo. Fijémonos en la paradoja, sufren más cornadas los que menos torean que las propias figuras del toreo que lo hacen a diario. ¿Existen acaso dos tipos de fiesta para que se dé esta cruel circunstancia? Seguro que sí. Y es aquí cuando nos corroe el dolor, la rabia, la impotencia porque, cuidado, que nadie se ofenda pero, por regla natural, esa sangre a que aludimos y respetamos, debería ser derramada por los que más torean, sencillamente porque “arriesgan” su vida muchas más veces que los humildes.

Respetamos y amamos la fiesta, algo tan lógico y cabal como el sol que nos ilumina pero, no podemos mirar hacia el otro lado y quedarnos solamente con la sangre de los humildes que, como antes dije, sin que ellos lo pretendan, menuda lección de grandeza y hermosura nos están dando. Desdichadamente existen esas “dos” fiestas que nunca quisiéramos que existieran pero, la realidad es muy caprichosa y nos muestra la dura realidad de los humildes.

A estas alturas de la feria de Madrid, casi al término de la misma, han pasado por Las Ventas muchísimos toreros, entre ellos, los diestros de mayor relumbrón y ¿quién ha derramado su sangre? Los humildes, los que apenas tienen nada y, para colmo, hasta comprueban sus carnes desgarradas por un pitón astifino con malas ideas mientras que, los ricos, salen siempre ilesos. ¿Casualidad? Para nada. Causalidad que no es lo mismo. Y la causalidad no es otra que verse uno anunciado con ganaderías como la que lidió el pasado domingo Baltasar Ibán en Madrid que, verla en fotos ya daba pavor, imaginémosla en vivo y en directo y con unos hombres buscadores de gloria frente a ellos. Román, en dicho festejo, nos dio la medida de cómo eran los toros y de qué manera acabó sangrando el diestro.

Hay reses de ciertos encastes que, solo verte anunciado con ellos ya produce lo que se llama pánico escénico pero, como quiera que no existe otra opción solo queda, matar o morir, esa es la cuestión porque nadie puede decir lo contrario; o toreas ese tipo de todos o te quedas en tu casa; y tienes que torear a sabiendas de que tu vida pende de un hilo. No existen más opciones. Y desde la otra trinchera vemos a las figuras con los toros a modo que, serán mejores o peores pero, jamás se les ha visto la menor intención de propiciar una cornada; recordemos que, a los toros habría que santificarlos; embestirán mejor o peor pero, ahí tenemos la corrida que lidió Justo Hernández que, al margen de que salieran dos toros de escándalo para el triunfo, el resto no tuvieron maldad alguna; y así sucesivamente en todas las ganaderías que son reclamadas por las figuras, como en el día de ayer en que El Juli lidió dos burros grandotes pero que jamás hicieron el más mínimo amago de peligro.

¿Quién pierde? El de siempre. ¿Quién engrandece la fiesta de los toros jugándose la vida y viendo sus carnes desgarradas? Los humildes. ¿A quién se pontifica y laurea? A los ricos, a las figuras del toreo que menos exponen pero que sus vidas deben ser más caras y válidas que las de los pobres. Como vemos, un mundo muy complicado que merece mucho análisis desde dentro, justamente hacia donde nadie mira. Démosles las gracias a los humildes, a los que con sus carnes desgarradas todavía les queda valor de sobra para seguir soñando con la gloria de la tauromaquia. E, incluso sin gloria, ahí tenemos el caso de la gravísima cornada que sufrió ayer Víctor Hugo Pirri que, con la única pretensión de llevarse un jornal para su casa, se llevó un “tabaco” de impresión, del que deseamos se recupere cuanto antes.