Y llegó el día, el 7 de julio, el de San Fermín, que no patrón de Pamplona, pero sí de uno de los patronos taurinos. Por la mañana, rápido y accidentado, tuvo lugar el primer encierro. El del Puerto de San Lorenzo y de la Ventana del Puerto, cuarto y quinto. Por la tarde, la corrida. Mala, muy mala. Mala sin paliativos. ¿Para qué taparla? Mal presentada, una verdadera escalera y dos animalejos impresentables, cuarto y sexto. Un precioso colorado hizo quinto. Comportamientos distintos, pero todos fueron mansos y descastados, con algún que otro cercano a la invalidez. Delante estuvieron Emilio de Justo, Alberto López Simón y Ginés Marín, que tampoco fue la tarde de ninguno de los tres. Lo de López Simón es de sobras conocido, lo que aún ignoramos es porqué está en todas las ferias. Lo de Ginés Marín cada vez es más preocupante.

 

Inauguró el concurrente San Fermín “Joyito”, un galán en hechuras. Embistió y empujó en el caballo. Sin embargo, no se puede decir que fuera bravo, pues del segundo puyazo salió arreando y muy suelto. Emilio de Justo ordenó que se le hiciera una verdadera carnicería, pese que no hubiera demostrado derrochar fuerza. El toro salió muerto del caballo. El segundo tercio fue una capea. Con la muleta, poco pudo hacer el cacereño. En el toro de la merienda, le correspondió en suerte una verdadera raspa. Bochornoso que ese toro se aprobara en el correspondiente reconocimiento. El tercio de varas fue mucho más medido. Y en la buena brega de “Morenito de Arles” se vio cuál iba a ser el defecto del animal: derrotar al final del lance. La faena de Emilio de Justo estuvo coronada por la buena colocación y disposición del matador, aunque hubo muchos enganchones. Formidables pases de pecho, de pitón a rabo y a la hombrera contraria. Nefasto uso de los aceros que impidieron la concesión de un trofeo que el “bondadoso” público pamplonica le hubiera pedido.

 

Lo de López Simón es de traca. Poco o nada se podía hacer con sus dos toros: dos animales podridos de raza y de bravura. No sabían para nada lo que es una cosa ni la otra. El quinto llegó a echarse en la salida de un pase de pecho. Por poco no tuvo que ordenar el presidente que se apuntillara. Sin embargo, el matador, su labor, solo pudo empeorar las condiciones del animal. Dos faenas construidas en el mismo hotel, con sendos idénticos comienzos. El quinto se descalzó. La faena se fundamentó en el “pegapasismo” más vulgar. Faenas interminables y ventajistas sin respetar al toro ni al público. Mal con la espada, y aún así, tuvo la desfachatez de dar una vuelta al ruedo.

 

Ginés Marín no está. En San Isidro perdió el toro que lo recolocara otra vez en el circuito. Pero no está. No está desde aquel portentoso 2017. El primero de sus toros fue el más complicado. Lo radiografiaba en cada cite. El matador dudaba, y a un toro jamás hay que dudarle. Algunos naturales buenos porque su estética es innata. Lo demás, toreando desde Olivenza, como muy cerca. El último toro rozó la invalidez, si no la sobrepasó. Con este, se limitó a dar mantazos a una distancia prudencial. Alargó excesivamente la faena, para desesperar aún más al público.

 

Sin querer suscitar ningún debate político, me alegro de que fuera Enrique Maya quien presidiera la corrida de hoy. La ovación acalló los pitos de la chusma de siempre.

 

Por Francisco Díaz.

 

Fotografía de Javier Arroyo.