Con mayor o menor justicia, el toro pone a todos en su sitio. Ya sean toreros, aficionados, ganaderos o empresarios, no importa el cometido de la persona, que siempre será el toro quién le de y le quite en este mundo. Por ello, el respeto a él como ente que puede darte la gloria y también quitarte la vida debe ser máximo y sin excepciones. Así, para que la afición en una persona sea plena debe empaparse de éste respeto y regirse plenamente por sus normas cuando ve una corrida de toros. El cometido del toro es salir a matar al torero, nunca a morir explícitamente, a morir van al matadero, y el del torero darle una muerte digna. Y por ello, por ser la justicia la que impere en estos festejos, se ha de ser consecuente, por parte del torero, con su labor: matar un toro en igualdad de condiciones a él. Y, en muchísimos casos, eso no se da y por no poner nombres digamos se trata, en general, de casi todos los toreros que sobre pasan la treintena de corridas y uno que sólo torea cuando le da la gana. Es por ello la esencia del toreo la pelea con cierta estética dada por la ordenación y el rito de cada tarde de toros, como el boxeo, justa entre toro y torero. Esto implica un cierto espíritu deportivo o de deportividad, no de competición, lo que lleva a que se pueda considerar al toreo una pelea justa, por lo tanto, con tanto respeto se debería juzgar al torero como el que tiene ese torero por los toros que mata.
El afeitado o cualquier merma de las astas de los toros (al igual que el hecho de sacarle punta a los pitones), es precisamente uno de los principales motivos por los que la afición debe protestar, ya que representa la soberbia y el egoísmo del matador en todo su conjunto (porque recordemos que a un ganadero jamás le beneficia el afeitado de sus reses), que se cree en poder de la verdad del toreo (para ellos: el arte) y no se da cuenta que verdad sólo hay una: que sin toro íntegro éste espectáculo pasa a ser parecido a una matanza, en la que el animal desde luego no tiene opciones.
Quizá sea también susceptible de crítica el hecho de mantener una res mermada de fuerzas o lesionada en el ruedo, aunque lo permita el reglamento taurino (en el que impera hacer modificaciones), ya que estipula que no ha de ser devuelta una res si no impide la lidia, sin entrar en materia ni ennlo que vemos tarde a tarde con determinados hierros, que no es ni más ni menos que un espectáculo grotesco en el que un pobre animal se cae y se cae hasta que no se puede ni levantar, ocurriendo en ocasiones y con buen criterio el apuntillado de la res en ésta situación.
Pero lo más sutil y, sin embargo, lo más importante (a mi modo de ver) es las excesivamente heterodoxas formas de algunos toreros, el barroquismo innecesario (un toreo rococó) o el fenómeno Ferrera (o sea: imitar un golpe de inspiración repentino). Esto viene a ser el pan nuestro de cada día: esconder la femoral al toro sin cargar la suerte como El Juli, toreo de pico como Manzanares, salirse de la suerte de nuevo como El Juli, quebrar aposta la cadera como Ponce, alardes innecesarios como Ginés Marín últimamente o el valor con según qué toros de Roca Rey (que si recuerdan ustedes, no tuvo arrestos de hacerle el pase cambiado por la espalda a sus Adolfos en San Isidro, mientras que Escribano sí). Lo dicho, innecesario, porque aquí torería tienen pocos, y la mayoría se encuentran de las 30 corridas para abajo, por lo que los barroquismos sobran, y mucho más aún aquellos recursos ventajistas que evitan jugársela, que evitan la justicia del toreo.
Es y sólo es el toro el protagonista de la tauromaquia: él y su conjunto, en el que se incluye el torero. Así, cada vez que se ataque al toro, se estará atacando a La Fiesta: sin toro no hay arte, sin toro no hay emoción, sin toro… No nos queda absolutamente nada.
Por Quesillo