He aquí la pregunta que no pocos aficionados se hacen: ¿Desaparecerá la fiesta de los toros? Y ese interrogante es la consecuencia de un desánimo generalizado; y este, producto de una guerra sin cuartel de un poderoso enemigo -un nuevo y revolucionario concepto de la relación del ser humano con los animales y un clamoroso desamparo del poder político- contra un sector -el taurino- empequeñecido, desvalido, asustado, acobardado, acomplejado, fatalmente desunido, irresponsable e inconsciente del papel que la historia ha depositado en sus manos.

La contienda parece ya perdida. No existe equilibrio alguno ente las dos fuerzas, y es la sociedad en su conjunto la que se ha destaurinizado, y muestra su desapego o su oposición a un espectáculo que parece trasnochado e impropio del ‘buenista’ siglo XXI.

Pero, ¿desaparecerán los toros?

Ciertamente, los tiempos han cambiado, el mundo rural pierde terreno en favor de las ciudades, y el español de hoy -especialmente, los más jóvenes- se está formando en un mundo nuevo que rechaza la visión de la sangre y está a punto de declarar a los animales ‘personas no humanas, lo que no supone impedimento alguno para que la violencia en todas las formas imaginables polarice gran parte del ocio juvenil y el odio se haya instalado en las mentes de muchos supuestos animalistas.

Pero el mundo del toro está paralizado. O no. No. Está, mejor, ausente. Tampoco. Vive en otro planeta. Quizá. O en otra galaxia. Mejor.

Solo así se entienden reflexiones, actitudes y decisiones de empresarios, toreros, ganaderos… Parecen vivir al margen del problema que afecta a la tauromaquia moderna. Un ejemplo: hace unos días, la revista Aplausos entrevistó a Enrique Ponce, y le preguntaron su opinión por el afeitado de los seis toros de la ganadería de El Vellosino que él y El Juli lidiaron en Huesca el pasado 12 de agosto. Su respuesta fue así de elocuente: “No sé nada, no tenía ni idea. Son ganas de dar carnaza”.

Pero, ¿desaparecerán o no los toros?

Tienen todas las papeletas, se dan todas las circunstancias, parece que el fin está cerca, a la vuelta de la esquina. El enemigo es muy fuerte, y muy cobarde y egoísta el taurino. Es inútil cerrar los ojos.

Pero, no.

Mientras exista la emoción; mientras alguien cometa la imprudencia de críar un toro bravo, encastado y noble, y un ser humano sea capaz de colocarse frente a él, la tauromaquia pervivirá. Quedará reducida, sin duda; será patrimonio de una minoría, seguro, pero siempre quedará una Galia en la que Astérix y Obélix triunfarán frente a ‘esos malvados romanos’.

No desaparecerá la tauromaquia, seguro que no, a pesar de la degeneración del toro, tan ausente de tantas plazas que pronto no se le echará de menos; a pesar de que las figuras vivan en un lejano espacio estelar; a pesar de tantos empresarios trasnochados; a pesar de tanto público verbenero.

Que no se desmoralicen los buenos aficionados. Afortunadamente, la tauromaquia es más fuerte que los taurinos. El veneno del toro carece de antídoto posible. Los toros persistirán. Nadie sabe cómo, pero persistirán…

 

Fotografia Andrew Moore