Día segundo tras la llegada de las figuras, el virus del triunfalismo se contagió hasta la sinovia a los presentes en el tendido y a los ocupantes del palco. Hoy, todos han entrado en fase terminal. Irreversible. Incurable. Cabe recordar a los lectores que Pamplona, aunque sea difícil de imaginar, recordar o creer, es plaza de primera categoría, con lo cual el público debe tratar con exigencia a los actuantes y el palco valorar con rigurosidad. Ante semejante caldo de cultivo, los coletas y todos aquellos que con traje de luces se visten para enfrentarse al toro bravo, reducen la intensidad de sus actuaciones: logran igual resultado, triunfan. Las orejas cortadas por López Simón, ante un intento de suicidio (en su primero) y una estocada defectuosa a todas luces (la segunda), son un insulto a la tauromaquia, y a todos aquellos que con sangre han regado la arena de los distintos cosos del orbe. Decirse lo mismo del jerezano: Ginés Marín. La nota positiva han sido los tres primeros: uno con calidad, otro con casta y el restante, muy completo. Hubo suerte con que no cayera el tercero en quinto o sexto lugar, pues, seguramente, ahora estaríamos deslegitimando un indulto: viendo el nivel de exigencia de la tarde.

La terna anunciada se componía de un francés, Sebastián Castella, y dos españoles: Alberto López Simón y Ginés Marín. Para la ocasión, se corrió en la mañana, y se dio lidia y muerte a un encierro de Don Victoriano del Río, con dos ejemplares (cuarto y sexto) del segundo hierro de la casa: Toros de Cortés. La corrida, en cuanto lo ganadero, podría dividirse en dos partes: una primera, que se compone a partir de los primeros del lote de cada coleta, de calidad y casta; y una segunda, de peor nota, más desrazada.

Tarde fría y desalmada de Sebastián Castella, como viene siendo habitual, últimamente. Más allá de sus más que habituales ventajas, no supo aprovechar la nobleza y calidad de las embestidas del primero de su lote. Fue este un toro que derrochó temple en sus armónicos movimientos, condicionados por su no excesiva fuerza y casta. Tuvo, en un primer momento, una embestida enclasada, humillada y llegando hasta el final. Sin embargo, faltó profundidad en sus acometidas, sobre todo por el pitón zurdo, por el que mantuvo una manifiesta tendencia a salir con la cara alta. Todo ello provocado por la ausencia de la suficiente casta. Cobró una trasera y caída estocada, que hizo más inmerecido, si cabe, el trofeo cortado. Peor versión ofreció en el cuarto toro, el de la merienda. Fue, sin duda, el de peor condición del envío madrileño por su patente falta de casta que llevaron a embestidas defensivas. Desarrolló genio, que parecía, en primera instancia, apuntar a casta, en el capote de Chacón. Se quedó en genio. Desacertado en su lidia, Castella se empeñó en alargar la faena, siendo capaz de acabar con semejante mulo antes del tercer aviso, in extremis.

Encastado, el que más, el segundo toro de la tarde. Tuvo la desgracia, pues la suerte en el sorteo no solo es para los toreros, de caer en la bolita de López Simón, que emprende una nueva etapa, sin apoderado. Sin embargo, pocas han sido las diferencias. Sigue vulgar, trapacero y careciendo de temple y mando, situándose al hilo del pitón y escondiendo “la pata”. El toro acudía con alegría, humillación, recorrido y vibración en las embestidas, en definitiva: casta. Peores fueron los pasajes por la zocata: sí, peor, aunque parezca imposible. Además, demostró una apabullante incapacidad para leer el trascurso de la lidia, del comportamiento del toro: lo exigía todo por abajo, y ese empeño de pegar banderazos, lo que estuvo a punto de costarle muy caro. Sin tenerse en cuenta que no vacío ni un solo muletazo (aunque fuera más apropiado llamarlos mantazos), empeñado en el tiovivo, como si fuera la babosa de otras tardes. Lo sorprendente fue su ejecución de la suerte suprema: tirándose sobre los pitones. El estoque cayó en el hoyo de las agujas, fulminando el toro, tras una importante paliza. Oreja ante el fervor popular. En la misma línea se mantuvo con el quinto: un toro sin casta ni transmisión, pero enclasado. Trapazo por aquí, trapazo por allí. Ventaja así y asá. Un despropósito. Esta vez ejecutó la suerte de forma “normal”, pero no como mandan los cánones… Pero esto ya es una batalla perdida. La estocada cayó trasera y caída, lo cual, junto con la pésima faena, no fue óbice para que se le regalara la oreja que posibilitaba su salida en volandas.

Y se presentó Ginés Marín en tierras navarras, tras actuaciones superlativas en Madrid. No fue esta su tarde, al menos en su primero. Toro de embestidas humilladas, con ritmo, clase, nobleza y longitud, pero, sobre todo, profundidad. Hizo eso que tanto gusta a taurinos y toreristas: el avión. Sus hechuras recordaron a los queridos “condes”, de la Corte, claro. Por debajo anduvo Marín. Le costó mandar y templar las embestidas del toro, provocando que se derrumbara en repetidas ocasiones. En definitiva, puede afirmarse, con toda rotundidad, que hubo muchísimo más toro que torero. Lo pincho en diversas ocasiones, para dejar, finalmente, una buena estocada. Siguiendo la tónica de la tarde, hubiera arrancado las dos orejas. Fue su último toro un animal con clase, pero con mucha sosería, que acabó yendo a mejor, sobre todo por el izquierdo. Por ese pitón logró Marín, junto a algunos naturales en su primero, los momentos de más calidad, toreros, puros y profundos de la tarde; destacando dos naturales a pies juntos y un pase de pecho. Tiró al toro sin puntilla para recibir un regalo equiparable a la suma del correspondiente a su cumpleaños, santo y Epifanía.

Plaza de Toros de la Misericordia de Pamplona, toros de Don Victoriano del Río y Toros de Cortés (4º y 6º) para Sebastián Castella: oreja y silencio tras dos avisos; Alberto López Simón: oreja y oreja; Ginés Marín: vuelta al ruedo y dos orejas. Entrada: Lleno.

 

Por Francisco Diaz