Durante mucho tiempo, la mujer solo tuvo cabida en la fiesta detrás de la barrera (siempre y cuando no vistiera de amarillo). Su función era embellecer el tendido con su presencia y más apreciada aún, rezando. Algunas valientes señoritas se aventuraron a demostrar afición y mal de montera, pero sus historias no tuvieron buen arribo, como aquella maletilla de “Más cornadas da el hambre”, la novela de Luis Spota.

Una mujer en ambiente masculino, si quiere destacar tiene que probar y demostrar el doble que sus colegas varones. Así fue la carrera de Concepción Cintrón Verrill, Conchita, como se conoció ampliamente a la mejor rejoneadora de la historia. Chilena de nacimiento, pero de padre puertorriqueño y madre estadounidense, Conchita entrenó en el Perú bajo la mentoría del portugués Ruy da Camara.

Verla partir plaza era como admirar una pintura. Vestida de la aguja con su traje campero, un sombrero negro jerezano, moño negro y chaquetilla. Remataba la estampa la sonrisa de una jovencita rubia de escasos 14 años. Era 1936 cuando debutó en Perú y nunca dejó de torear en los cortos trece años que duró su carrera. Triunfó en Colombia y Perú. En México se consagró y luego conquistó España y Portugal. Urbi et orbe era Conchita la mejor.
Conchita Cintrón escribió en el inicio de su libro “¿Por qué vuelven los toreros?:
“Sí, yo sé de toros. Los he visto embestir. Los he matado. Y los he visto matar hombres, y los he sentido mientras daban muerte al caballo que montaba. Sí, yo sé de toros. Y de públicos. Aquella multitud que grita hasta levantar un ídolo de seda y oro y luego tiene placer en verle desplomarse en lágrimas… o muerte…”

Conchita era una más de las figuras de su época. La respetaban como matadora, a pesar de sus faldas y rizos porque ella así lo impuso. Recorrió caminos polvosos yendo de pueblo en pueblo del México bronco. Ella, con el mozo de espadas, el chofer y la cuadrilla de algún alternante. Chucho Solórzano, Alberto Balderas, Fermín Espinoza “Armillita”, o Rodolfo Gaona.
Lo mismo ferias de pueblo que dehesas en Jalisco, Conchita era figura del toreo y además en México podía echar pie a tierra y torear un ejemplar tan grande como una casa y encima cortarle las orejas. En España solo a caballo. En su despedida de los ruedos en Jaén, la rejoneadora desafió la prohibición de Franco y aunque acabó detenida en la presidencia, se echó la muleta a la espalda para deleite de los tendidos.

El espectáculo de verla torear a pie reses en puntas fue privilegio de los países que, fuera de España, disfrutaron más de 750 actuaciones. En su carrera recibió tres cornadas graves y como cualquier torero de verdadera afición, regresó del hule con más talante y más arte.
Finalmente, de la pluma del poeta Gerardo Diego un fragmento de su poema dedicado a la Diosa del Toreo, no solo amazona, sino una Juana de Arco, una deliciosa exceción.
“Tú sola, tú jinete, tú peona,
tú Conchita Excepción, tú iluminada
Juana de Arco…”

Por Patricia Guerra Frese