Por Luis Cordón. Fotografías de Andrew Moore.

En una feria con tanta importancia como lo es San Isidro, los legendarios toros de Miura se le hacen imprescindibles al aficionado. Pero no deberían serlo a cualquier precio. Primero, porque para la familia Miura no es imprescindible Madrid, ya que por delante van Pamplona y Sevilla. Y esto primero, nos lleva a lo segundo, que es que en Madrid toda ganadería ha de acudir con la cabeza de camada. Pero en casa de Miura, la plaza de Madrid no es la primera prioridad. Por sentimientos, por dinero, o por lo que sea, pero es tal cual y no se puede hacer nada. Sólo una cosa: si un año sale corrida apta y se puede venir a Madrid, se viene con todas las de la ley. Pero si no, no se viene, mal que nos pese a los amantes madrileños de la legendaria A con asas, y punto. Más duelen otras cosas. Por ejemplo, la escalera de corrida que la familia Miura ha traído en esta vigesimoséptima de San Isidro, en la que ha lidiado unos cuantos ejemplares indignos de Madrid. Un ganadero, sea cual sea, no puede presentarse en Madrid con bichejos como los que han asomado en tercer, cuarto y quinto lugar, más propios de plazas portátiles.

La escalera de Miura ha terminado siendo una corrida que ha ofrecido de todo. De todo, excepto dos cosas: inválidos, como aquellos de 2017 que hicieron de la miurada una borregada infumable más; y dos, toros poderosos y bravos en los caballos. Ninguno se ha empleado con bravura en el primer tercio, ni han emocionado sus peleas como sí lo hicieron antaño otros de sus hermanos. Pero sí se le pegó muy fuerte a la corrida desde lo alto de la montura, algunos incluso sufriendo una censurable carnicería. Y aun con esas, los animales, lejos de doblar la pezuña y ser carne de catedráticos en enfermería, fueron duros como ellos solos y en ningún momento el rictus de la cara se nos cambió al pensar que había sobreros preparados de José Cruz y de José Luis Marca. Acartelados con los toros de Miura se encontraban Rafaelillo, perfecto conocedor de tales menesteres; Pepe Moral, de quien se han pregonado mil y una hazañas, de las cuales algunas de ellas han sido ante esta ganadería; y el bueno de Román.

Rafaelillo puede desatar amores por un lado, y odios por otro. Por un lado, es un torero experto en corridas de esas que las figurinas de porcelana no quieren ni oler, y además ha demostrado en varias ocasiones que torea muy bien. Pero por el otro lado tiene fama de ser un torero perfectamente ratonero que tapa a los toros como nadie sabe hacerlo. Por desgracia, esta tarde ha aparecido el segundo Rafaelillo, el ratonero. Y si los toros supieran hablar, los de esta tarde hubieran certificado estas palabras. El primero, un colorado de preciosa estampa clásica miureña, ha salido escopetado cuando ha sentido por primera vez la puya, y acto seguido fue
condenado a dos varas asesinas más por parte de Rafaelillo y ejerciendo de verdugo Agustín Collado, que ha asestado las cuchilladas en mitad del espinazo y barrenando, a la par que el toro se los dejaba pegar como si tal cosa mientras pegaba cornadas a la montura. Después de esto, se le presumieron al animal intenciones de querer arrancarse a coger el engaño, pero sin apenas fuelle, y embistiendo andando y descompuesto. Rafaelillo, tras un exagerado quiero y no puedo en los que el toro todavía le puso en algún que otro apuro, dejó una estocada que hizo guardia y saliendo prendido y corneado; además de un lamentable sainete con el descabello.
Si este primero recibió dos puyazos asesinos, el cuarto, un novillejo que nunca debió ser lidiado en esta plaza, recibió nada menos que tres. Tres fortísima varas, esta vez ejerciendo de verdugo Juan José Esquivel, y todavía el toro conseguía desplazarse con la boca cerrada y sin tambalearse. Pero a la defensiva, y más aun cuando Rafaelillo le presentaba la muleta de feas maneras y con ella le espantaba las moscas con telonazos poco decorosos y menos poderosos. Y de ahí, a por la espada y a matar con estocada corta y dos descabellos.

A Pepe Moral le sonrió la suerte en el sorteo de las 12 de la mañana lo suficiente como para que le cupiera en suerte un miura de esos que de vez en cuando salen de embestida suavona, pastueña y dulce. Tanto así, que parecía un domecq herrado con la A con asas. Fue el segundo de la tarde, un toro con hechuras muy de Miura pero al que le faltaba estar más rematado, y que en varas se dejó pegar dos fuertes puyazos, sin emplearse y durmiéndose en el peto. Pepe Moral lo sacó más allá de la segunda raya haciendo lo más torero de la tarde por parte de los matadores, con unos doblones que le mostraron al toro el camino a seguir. Moral consiguió correr la mano con la suavidad que requería el no menos suavón compás del animal, pero lo que nunca terminó de conseguir fue asentarse en el piso y correr la mano hasta el final para rematar el muletazo atrás. Derechazos y naturales, algunos bien colocado y otros citando fuera, y ninguno sin tirar del toro ni de someterlo. Solo acompañando la empalagosa embestida del animal por donde este quería ir. La faena, no obstante, llegó a los tendidos, por lo que de haber matado bien, hubiera tocado pelo.
El quinto, de vergonzosa presencia, se denfendió con feo estilo en varas, y su matador dejó claras intenciones de no querer ni verlo desde que pegó el primer capotazo en el recibo. Y así terminó siendo, pues Pepe Moral, ya con la muleta en la mano, lo sacó con desgana y feas maneras a los medios por medio de banderazos. Ya fuera, sin ponerse ni una sola vez en el sitio y sin intención de someterlo, el torero lo pasó por ambos pitones de manera muy precavida, a la par que el toro protestaba y tiraba gañafones ante tales trapazos. No fue una alimaña ni mucho menos, pero su matador lo trató como si lo fuera, y se lo quitó del medio rápido dejando una estocada caída y pescuecera.

Román, entre muchas de las que podía haber elegido para completar su tercera y última tarde en esta feria, eligió Miura seguramente alentado por las ganas de realizar alguna gesta.
Y el hombre tuvo las suficientes agayas para eso, para que su nombre apareciera en el mismo cartel que el legendario nombre de Miura, y para muy poco más. Con medrosidad, una alarmante falta de recursos, tan limitada técnica y tan solo con el conocimiento del toreo 2.0, no se llega muy lejos ante este tipo de toros, y menos aún con los que sorteó él en esta tarde, los cuales dentro de sus muchas complicaciones, tuvieron mucho que torear. Suponiendo que lo de torear sea algo que va muchísimo más allá que pegar miles de pases y de trallazos sin mando alguno. El tercero de  la tarde, para empezar, si no quería enrojecerse uno más de la cuenta a causa de la vergüenza que producen algunos toretes por hechuras y pitones, era mejor no pararse a mirarlo muy detenidamente. Ya de salida dejó claro que iba a dar guerra, pues lo primero que hizo fue perseguir a un peón hasta el final, llegando incluso a rematar en las tablas y hacer saltar por los aires algunas astillas. En varas se empleó poco e hizo ademán de quitarse de encima las dos buenas varas que le propinó Pedro Iturrialde, y ya en el tercio de muleta no dejó de defenderse ni de achuchar al matador, quien descompuesto, no sabía ni por dónde meterle mano. Román, con la cabeza puesta únicamente en las cucamonas modernas y sin pararse a pensar en el dominio sobre las piernas como medio de sometimiento, acabó naufragando y quedando realmente mal. Más aún cuando entró varias veces a matar cuarteando, quitándose del medio al bicho como buenamente pudo.
El miura que cerró plaza fue el único que recibió sinceros aplausos cuando se apareció de la oscuridad de toriles, por su arrogante y preciosa estampa. Esto sí era Miura por los cuatro costados, y no dejó de serlo en ningún momento. Miura de principio a fin. Miura desde que apareció, miró a su alrededor y se percató de que enfrente de sí mismo había algunas tablas astilladas, las mismas que su hermano que hizo de tercero había destrozado, y allá que se fue para pegar un salto al callejón y sembrar el pánico en el mismo. Una vez devuelto al ruedo, Román intentó estirarse ante él, pero sin conseguir fijarlo ni meterlo en la tela rosa. A Román le costó sobremanera conseguir ponerlo en suerte, y el toro se empleó con mal estilo y haciendo sonar el estribo en las dos fuertes varas que se le asestaron. Su encastadísima condición emocionó al aficionado y descompuso al pobre Román, quien de nuevo se vió carente de técnica y recursos para conseguir hilar al toro en la muleta y tirar de él con temple, mando y poder. Con la disposición y el coraje del que siempre hace gala, quién lo duda, pero ante un miura, y más siendo un miura como este, se necesita muchísimo más que disposición. Y, además, lo mandó al desolladero de un feo bajonazo. Importantísimo ejemplar este de Miura, demasiado para un torero tan limitado como lo es Román.

Acabada la corrida de Miura, las sensaciones eran dispares. La recochura que dejó la mala presentación y la mansedumbre de los animales se entremezclaban con la dureza de patas y la viveza miureña que derrocharon los de Zahariche. Una corrida para estar delante, pero con aires alejados del modernismo y el pegapasismo que se gasta ante las borregadas bobalicones. Cosa que los miuras de ayer no tuvieron, aun con todas las cosas malas  que sacaron.