El pasado domingo, como sabrán todos los lectores, finalizó el último ciclo de abono de Las Ventas. Sin embargo, aún quedan dos festejos de temporada que tendrán lugar este fin de semana con ocasión de la Festividad de la Hispanidad. Son muchos los matices que, sobre la Feria de Otoño, deben traerse a colación, con sus luces y sus sombras. Uno de los principales éxitos de la empresa, y quizá el único, ha sido la notable afluencia de público. Esta vez sin bombo ni demás aparatos de publicidad con efectos meramente a corto plazo.  Ha sido una constante, en todos los ciclos con abono este año, el incremento de público, más o menos ocasional, en el Coso madrileño. Con carteles, a priori, poco interesante -se me viene a la cabeza, particularmente, el del sábado 28 de septiembre-, la respuesta del público ha sido, para mí, sorpresiva. Y creo que este aspecto merece ser destacado, en tanto que los ataques y “fake new”, en relación con la cuestión numérica, han vuelto a la palestra en fechas muy recientes. No es menos cierto que, a medida que transcurrieron los meses de agosto y de septiembre, las combinaciones ganaron en interés.

Sin embargo, las ilusiones de quienes, en masa, acudieron a la Calle Alcalá, sobre las seis de la tarde, se daban de bruces con el infumable juego de todas las corridas completas que se han lidiado, de las que exceptúo, pues, las del día 29 de septiembre y 5 de octubre. Los encierros reseñados de las ganaderías de El Puerto de San Lorenzo, Fuente Ymbro y Adolfo Martín fue, sencillamente, de juego paupérrimo. Los dieciocho animales lidiados combinaron falta de casta con alarmante mansedumbre, cuando no, una patente y no menos tranquilizadora falta de fuerzas. Es más, los ganaderos, en esta ocasión, incumplieron con la primera exigencia que les corresponde: llevar seis animales decorosamente presentados. Sin ánimo de extenderme en demasía, quisiera apuntar qué entiendo por un toro bien presentado. Para que un ejemplar pueda calificarse como tal, no basta con que superen las exigencias mínimas del reconocimiento. No todo animal grande está bien presentado, ni mucho menos. En Madrid, y en otras plazas de primera categoría, se debe acudir con toros que reúnan la difícil ecuación, pero no imposible, de trapío y hechuras, de modo que no se cuelen ni paquidermos ni sardinas. Esta Feria de Otoño, por desgracia, hemos sufrido demasiado de los unos y de los otros. Además, las corridas, en su conjunto, han sido verdaderas escaleras. No guardaban relación los animales lidiados entre ellos, ni siquiera los que formaban un mismo lote. Es una tónica demasiado habitual que las últimas ferias de la temporada sirven para “limpiar los corrales”. Y esto es, sencillamente, inadmisible.

Del mismo modo que los toreros van, o deberían ir, a darlo en Madrid, no es menos la exigencia para los ganaderos. Madrid es la primera plaza del mundo, y todos los integrantes de la lidia han de actuar en consecuencia. Tal vez haya llegado la hora de relegar esas tres ganaderías de la Feria de Otoño, pues parecen estar incluidas en el canon de arrendamiento de la Plaza. Con esto no quiero decir que no hayan reunido los méritos suficientes como para acudir. Pero no es menos ciertos que, por ejemplo, se recordará mucho más el petardo de Adolfo Martín el domingo que el excepcional encierro de San Isidro, que acaparó todos los premios. Por tanto, la empresa debe trabajar en este aspecto, ya que, con independencia del juego posterior de los toros, al menos el público tiene derecho a ver animales acordes a la categoría del lugar. Lo mismo digo de Núñez del Cuvillo que, pese a ese buen “Portugués”, los dos animales del “mano a mano” estaban por debajo de lo que es Madrid, y eso que no vimos el rechazado el día 5… Como todo en esta vida no puede ser malo, la novillada, también de Fuente Ymbro (¡cuánta variedad!), resultó, como dicen ahora, manejable. Seguramente, en otras manos hubiera parecido mucho mejor. Los triunfadores, sin ninguna duda, en el apartado ganadero han sido el mismo Cuvillo y Victoriano del Río, este último con dos buenos toros el pasado sábado.

Es evidente que, en el aspecto de los toreros, son dos los nombres propios que resultan de esta edición: Miguel Ángel Perera y Antonio Ferrera. El primero hizo el paseíllo el 29 de septiembre en “mano a mano” con Paco Ureña. Desde un primer momento, se hicieron manifiestas las hostilidades del público. Su soberbia y chulería, más que el indecoroso premio de San Isidro, las justificaron. Sin embargo, tuvo el valor, o mérito, de anunciarse con el hoy torero de Madrid por antonomasia, Paco Ureña. La presencia del lorquino incrementó más las discrepancias hacia el extremeño. Mucho se ha hablado sobre la tarde de Perera en Madrid. Y tanto o más del buen toro de Cuvillo que le correspondió en suerte. Algunos han llegado al insulto hacia su consumidor en medios de comunicación de gran alcance. Esta es la ética profesional de la que se presume. Volviendo al propósito de estas líneas he de admitir que, pese a no ser santo de mi devoción, me gustó Perera. Le reconozco su buena predisposición a lucir el toro, pronto y con buen galope, cuando lo fácil hubiera sido taparlo, por si las moscas. Más fácil hubiera sido si se tiene en cuenta que, en los primeros tercios, apuntaba rozar la invalidez. Para mí, Perera hubiera merecido una oreja rotunda de haber manejado bien los aceros. Sí, solo una oreja. Su faena se puede dividir en tres partes: la primera, en la que estuvo más que correcto, cuando citaba al toro de lejos; la segunda, cuando en corto sobre la mano diestra, se metía en el cuello para armar el carrusel; y la tercera, cuando desconfiado con la mano izquierda, pues el toro se venció en banderillas e hizo hilo, que citó descaradamente con el pico y expulsó la embestida del toro hacia fuera. Mató de un infame “metisaca” y dio una vuelta al ruedo que no debería haber sido tal. Un torero es, sobre todo, un matador de toros.

Antonio Ferrera apostó fuertemente esta Feria de Otoño, anunciándose solo con seis toros. No soy partidario del término encerrona. Me disgustó la presentación de tres toros, principalmente: el de Alcurrucén, Adolfo Martín y Domingo Hernández. El primero y último de los reseñados disimularon su flacura con el descaro de sus pitones. De Antonio Ferrera quisiera destacar su buen conocimiento de la lidia y predisposición durante toda la tarde. Rescató pasajes con el capote verdaderamente fantasiosos. Reivindicó el quite, en su sentido más puro. Sin embargo, sigue sin convencerse ese “manierismo” y esa falsa naturalidad. Precisamente, la naturalidad ha de ser natural, valga la redundancia; nunca buscada. No se entendió con los toros más notables de los seis reseñados. Al primero de Victoriano, lo ahogó en la distancia corta y no supo ver el buen pitón izquierdo que, desde salida, demostró tener. Una faena superlativamente desestructurada, llena de tirones y trallazos. El enclasado toro de Domingo Hernández, tan bravo en el caballo como débil de condición, lo volvió a someter a una distancia excesivamente corta, solo en una tanda dio con la tecla. Y al que cerró la tarde, otro de Victoriano, con mucha clase aunque se rajó, lo llevó en línea y con el pico con la mano derecha, y le dio medio-pases, citando con el culo y acortando flagrantemente el viaje del toro por el pitón izquierdo. Toda la tarde anduvo mal con la espada, y en ese sexto toro, la media estocada y el doble uso del verduguillo debió ser óbice para no cortar el trofeo que, para más inri, abría la Puerta Grande de Madrid.

Y mención aparte merecen Tomás Rufo y Manuel Jesús “El Cid”. Futuro y pasado de la Fiesta. El toledano tiró abajo la Puerta Grande, con dos faena, con altibajos, repletas de torería y rectitud, con la portentosa mano izquierda, de trazo templado y largo, y muy por abajo. Cobró sendas estocadas, en corto y por derecho, merecedora de premio la primera. Y el sevillano se despidió de su Plaza, que tanto lo quiso y tanto lo esperó.

 

Por Francisco Díaz.