Fotografía: Andrew Moore

Finaliza la primera semana natural de San Isidro, y quedan aún cuatro por delante.  Sin embargo, no ha sido un primer quinto del serial yermo de contenido, con sus luces y sus sombras. Ha habido tres toros destacados, de tres hierros distintos: Fuente Ymbro, El Tajo y Montalvo. Dos buenos tercios de varas, tan distintos ellos, pero con gran valor. Y, sobre todo, un nombre propio. Un nombre que no solo supone a un hombre, sino a un concepto de la Fiesta y del toreo. Como muy bien sabrán todos ustedes, no me refiero a otro que a Pablo Aguado. Pero vayamos por partes.

 

Abrió la Feria el hierro santacolomeño de La Quinta con un encierro muy serio. Excesivamente pasado de romana, tan alejado de lo que siempre ha sido la herencia de don Joaquín Buendía. La corrida resultó interesante en líneas generales por su característico comportamiento, tan distinto al predominante hoy en día. Cosas de esta tauromaquia 2.0. En el segundo día, se anunció una de las ganaderías habituales en la temporada venteña, batiendo records de comparecencia en la presente. Lidió un toro bueno para la muleta, si bien no fue bravo en el caballo y escarbó en repetidas ocasiones, tenía varios cortijos en sus embestidas. El resto del encierro se ha vendido peor de lo que fue. De la corrida de Valdefresno poco se puede decir. No voy a prolongarme en lo mucho que de ella se ha escrito. La verdad, me hubiera alegrado mucho de su triunfo. Fracaso estrepitoso de la corrida de “Joselito”, ese buen sexto no puede tapar la invalidez de sus hermanos. El encierro de Montalvo distó mucho del que Pérez-Tabernero llevó el año pasado. Hubo un toro para encumbrarse, pero se desaprovechó… y de qué manera.

 

He dicho antes que ha habido dos tercios de varas que, seguramente, disputaran el premio al mejor puyazo de la Feria, por desgracia. Y digo por desgracia, porque no es habitual, en los últimos años, ver picar en el sitio y sentirse torero en lo alto del caballo. El primero fue a cargo de Juan Francisco Peña, picador por todos conocidos y con una buena trayectoria. Le correspondió picar el quinto toro de La Quinta. Se colocó muy de lejos, prácticamente en el platillo. El animal echó a galopar más por la acción, torerísima, del picador que por su bravura. El segundo correspondió a Óscar Bernal, otro conocido de sobras. Su tercio de varas no se caracterizó por torear a caballo, por andar con él, como el de Peña, sino por defender precisamente a su cabalgadura. Picó al segundo de Montalvo, que cogió al caballo por los pechos y no derribó por la buena monta del salmantino.

 

Y no podría acabar sin referirme a los de luces, a los que lucen oro. No voy a hablar de lo malo. Ya nos hemos extendido en las crónicas y en las “estocadas”. Pese a ello, no quería olvidar la “Puerta Grande” de Perera. Y no quiero olvidarla, porque nadie la recuerda. Sin embargo, Pablo Aguado está en todas las tertulias. Ha logrado algo que parecía imposible: poner a (casi) todos de acuerdo. Madrid lo esperaba ansiosamente tras el ciclón de Sevilla. Lo esperaba receloso por haber hecho disfrutar a la “otra plaza” de España, de la que a veces habla con un tono un tanto supremacista. Pero lo esperaba con ilusión, de ahí la magnífica entrada. Cuando la corrida ya llegaba al final, y en el momento que las esperanzas se tornaban en desilusión, Madrid hizo el silencio. E hizo el silencio porque en su ruedo se estaba haciendo el toreo. El de toda la vida, el natural y elegante, con temple y torería. Un concepto único e intemporal. Es evidente que tiene carencias, solo lleva catorce corridas en su aún incipiente carrera. Pero nos ha hecho recobrar la ilusión, y es otro revulsivo, que puede llegar a ser mediático, para nuestra Fiesta.

 

Por Francisco Díaz.