El ganadero don Juan Pedro Domecq (QEPD) acuñó, y siempre se le recordará por ello, el término de toro artista. Un eufemismo con el que reiteradamente se refería a los animales que engordaba en su finca del Castillo de las Guarda. Mas cubría con ello los verdaderos adjetivos que mejor los calificarían: inválidos, tetrapléjicos, tullidos, mortecinos, mutilados, nulos, mansos, endebles, descastados… Y así podría seguir hasta que me aburriera. Ayer saltaron al ruedo maestrante, tan denostado en nuestro tiempo, siete animales a los que perfectamente se les podría aplicar alguno de los calificativos anteriores. Sin dar a confusión, en efecto. Pisaron el alcalareño albero siete toros. De esos siete, seis merecieron morir con toda la deshonra de un puntillazo en la oscuridad de los corrales. Indignos de semejante privilegio de morir a estoque. Animales más cercanos al limousin que al toro bravo. Ni qué decir tiene que el tercio de varas no fue convocado. En vez de picadores, salieron jinetes con garrocha.

 

Volvió Morante de la Puebla a hacer el paseíllo en el coso del Baratillo. Regresó tras alzar un monumento a la verónica. Una clase magistral de cómo verdaderamente se orquesta tan cotizado y puro lance. Sin embargo, estrelló su voluntad con dos animales, sin incluir el que volvió a corrales, indignos de considerarse toros bravos. Puso muchas ganas, sí, pero “lo que no puede, no puede ser; y además, es imposible”. Dicho queda. Con el gesto contrariado por un supuesto mal estado del ruedo -llegó a lanzarle una patada- se lamentaba de su infortunio. Mas se equivoca en responsabilizar única y exclusivamente al piso. Él tiene fuerza en los despachos y capacidad en el ruedo para matar otra cosa. No es muy difícil encontrar algo mejor. Con el primero resultó inédito, y con el segundo arriesgó, se lo pasó muy cerca. Toreo a favor de querencia y por dentro de las rayas, donde más cómodo se sentía el toro. Pero ni así. Mal con la espada.

 

Diego Urdiales llegó a Sevilla aún aupado de las tardes de gloria en Bilbao y en Madrid. Esta vez huérfano de una ganadería que se presuma mínimamente encastada. Han sido los toros de raza los que le han coronado. Mala memoria tiene el riojano si no recuerda una temporada no muy lejana en la que apostó por un planteamiento muy parecido a esta. Desbordó naturalidad y torería en su primero. Un pobre bicho, al que me niego llamar toro, que se arrastraba por el ruedo, cuando no se caía. Al paso y aprovechando sus leves inercias, extrajo buenos pasajes con la diestra y la siniestra. El bajonazo final debería haber sido obstáculo suficiente para no dar la vuelta al ruedo. Eso también es torería y vergüenza torera. En el quinto, solo se puso pesado.

 

Y cerraba la tarde el niño bonito de Sevilla: José María Manzanares. El alicantino ni está ni se le espera, aunque la banda del Maestro Tejera le conceda el honor de acompañar, tal vez para entretener, sus faenas con el bello pasodoble de “Cielo Andaluz”. Cada tarde. Ayer Manzanares estuvo mal, una vez más. Para estar mal, no anduvo bien ni con la tizona. En su primero, que era más descoordinado que yo jugando a tenis, poco pudo hacer. Sin embargo, le correspondió en suerte el menos malo, o si lo prefieren, el que menos se cayó. ¿Qué hizo el diestro? Cualquiera puede responder a esta pregunta retórica, además de previsible: tirar líneas, componer la figura -hay que decir que eso lo hace bien-, y vaciar los muletazos a la otra orilla del Guadalquivir.

 

Bien es cierto que la presencia de Morante y de Urdiales justificaban hacer quilómetros para verlos. Ayer tampoco se desmintió uno de los refranes más habituales al mundo de los toros. La empresa y los toreros propusieron; Dios dispuso, pues fue la tarde de menos viento; pero Juan Pedro y descompuso. Era algo previsible, no nos vamos a engañar, pero teníamos la esperanza de que saliera algún pariente, aunque fuera lejano, de “Malafacha”…

 

Por Francisco Díaz.