En estos días de vacaciones, y aprovechando para profundizar mis escasos conocimientos en tauromaquia, di con un ejemplar de “El Ruedo” de 1962. En concreto, el número 959 de 8 de noviembre. Devorando su suculento contenido, me tropecé con un formidable artículo de Francisco Casares, cuyo título era “Tremendismo”. En esas líneas, el ilustre periodista se aquejaba de la perniciosa tendencia torera que predominaba en aquellos tiempos. Constataba un riesgo y auguraba un peligroso futuro para la Fiesta. Especialmente, me llamó la atención lo siguiente: “en todas las épocas del toreo ha habido como características inseparables de lo que es arte, estilos, escuelas e individualidades”. Sin embargo, aquellos incipientes años 60 se caracterizaban por todo lo contrario.

 

El agudo e instruido lector habrá comprendido hasta dónde quiero llegar con esta brevísima introducción. Sí, esta segunda década del siglo XXI tiene mucho en común con aquellos remotos tiempos. Un estilo esencialmente técnico, ayuno de alma y personalidad, generalmente ventajista, asola nuestros cosos tarde tras tarde. Solo hay echar un vistazo al pobre y muy maltratado segundo escalafón. Todo ello se agrava, más aún, con la machacona dictadura de un solo encaste. Por tanto, es “lo contrario de la concepción clásica y que tergiversa lo que debiera permanecer en la intangibilidad”. Como ven, diagnósticos idénticos para un mismo enfermo. Sin quererme extender demasiado en tan brillante artículo, Casares lamentaba también la poca afluencia de afición y la exageración de las formas y de los cánones…

 

No obstante, un “Viernes de Farolillos” irrumpió en Sevilla con la fuerza de un tifón la esperanza de muchos y, leyendo a Casares, la salvación de la Fiesta: Pablo Aguado. Su torería y naturalidad, de las que se vislumbraban todos los sevillanos que no eran de Triana, ilusionó al aficionado cual quinceañera enamorada. La rectitud de su planta y el temple de sus muñecas fue fuente de inspiración para poetas. Ocho días después, silenció a Madrid. ¡Con lo difícil que es! Tanta fue su naturalidad, que mostró como natural exigir algo a alguien, en esta sociedad infantilizada e irresponsable…

 

Las últimas actuaciones que le he visto, sin embargo, me han dejado una sensación muy distinta a aquellas de máxima eclosión. Será que, cuando se prueba el buen jamón, poco o nada gusta el “york”. Mucho he reflexionado sobre unas y otras sensaciones, y hasta ahora, no me he visto lo suficientemente convencido para plasmarlas por escrito. Volviendo a la idea inicial de estas modestas conclusiones, la homogeneidad es la tónica de la tauromaquia actual, y uno de sus mayores peligros. Tanto es así, que incluso puede establecer un trazo de igualdad sobre las carreras de los toreros. Ahora mismo, se me atojan tres matadores de toros en activo, cuyas trayectorias pueden ser ejemplo (para mal) de Aguado: Morante de la Puebla, Diego Urdiales y José María Manzanares.

 

Del genio sevillano poco se puede añadir, bueno o malo, que no se haya dicho ya. Sus “aportaciones” negativas, e incluso destructivas, a la Fiesta son muchas. Sin embargo, su tauromaquia es la mayor enciclopedia de los clásicos que puede haber. Tomó la alternativa con gran ambiente en 1997 y salió en volandas con vistas a Triana en 1999. Y ahí acabó todo. El destino caprichoso ha hecho que Aguado tomara la alternativa en 2017 y saliera por la Puerta del Príncipe en 2019. Solo deseo que esta sea su única coincidencia. Por otro lado, se preguntarán qué objeción tengo a que la carrera de Aguado pueda seguir el trazo de la del riojano: pues muchos. Urdiales es un magnifico torero, bálsamo de pureza en tiempos de distorsión. Sin embargo, ha generado demasiada indiferencia en muchas de sus tardes. Excesivos silencios y tardes que no merecen la pena recordar. Y esto hace que me acuerde de Rafael de Paula… Y, por último, está Manzanares, hijo, claro está. El alicantino tiene una virtud innegable: el empaque. ¿Cuántas tardes ha llenado el albero alcalareño con su simple puesta en escena? Muchas, siendo, además, su único mérito. Pablo Aguado me recordó a Manzanares, especialmente, en su segunda comparecencia en Madrid. Y, para eso, no vino el sevillano.

 

El 10 de mayo de 2019, Pablo Aguado llegó a Sevilla erigiéndose como nuevo gallo, por distinto e incluso único, en nuestra maltrecha afición. Casares -sin querer constituirme en su portavoz- hubiera sido el “salvador” por ser capaz de derrotar al “tremendismo”. Aquella tarde se convirtió en la esperanza de muchos, entre los que me incluyo. Sin embargo, esa joya en bruto, que necesita pulirse como tal, no puede ni debe equivocarse de destino. En España, ya tuvimos bastante con un “Deseado” que nos salió rana. Este nuevo “deseado” debe ser quien venza y destierre el “tremendismo” contemporáneo que tanto preocupaba al bueno de Francisco Casares.

 

Por Francisco Díaz.