Hace hoy exactamente un año, sobre estas horas de la tarde, recibíamos una noticia que nos estremecía el corazón, el alma. Un llanto generalizado de todos los que, de una forma u otra, integramos la Familia del Toro acompañaba la agonía del último rugido del león bilbaíno, de Orduña para ser más concretos. 365 días han pasado desde que Iván Fandiño, como muchos otros en la historia, honrara con su sangre la más noble, pura y verdadera de las artes. Jamás seremos capaces de olvidar aquel fatídico encuentro, entre toro y torero, en un quite al salir del segundo puyazo. Cosas del infortunio del destino.Fue «Provechito», de la mítica y legendaria ganadería de Don Baltasar Ibán Valdés, quien se encargó de propulsar a Fandiño a la eterna gloria de los toreros. La sangre de ambos se mezclaron en la arena del coso francés de Aire-Sur-l’Adour. Por distintos motivos siempre recordaremos ese binomio nominativo.

 

Podría recordar ahora la carrera de Iván, pero no hay nada que pueda añadir a toda la literatura, justa y merecida, que en su honor se ha vertido. Podría mencionar los rasgos más característicos de su toreo. Sin embargo, lo que verdaderamente nos condujo a muchos a enamorarnos de él fue su personalidad. Gallardo y altivo, torero de garra y corazón, un verso suelto por su independencia, que con sus carnes pagó un coste demasiado alto. Esa personalidad, tan atrevida e intimidatoria, de un hombre, que se plasmaba como un alma desnuda en el traje de luces, le acompañó hasta que perdió la vida en las astas de un toro. Solo los hombres, solo los toreros, pueden paladear semejante gloria: morir peleando contra un animal nacido para entregar su vida, y así mantener vivo el arte más litúrgico e idiosincrásico de cuantos existen. Bella paradoja.

 

Sin el ánimo de extenderme más en el recuerdo de tan valeroso hombre, de tan valeroso torero, quiero rendir el más sentido de mis homenajes y respetos para quien ahora se sienta junto a Gallito y al Espartero, Curro Puya, Sánchez Mejías, Paquirri, el Yiyo y, cómo no, de Barrio, sin olvidar a tantos otros que en las astas de un toro dejaron sus sueños por perseguir un sueño bello, noble.