La empresa de Sevilla acaba de anunciar los carteles de su abono para esta esta temporada dejando perder la efemérides gallista, por eso hay que ver lo bonito que se les ha quedado a los otros el cartel anunciador de las corridas de la Feria de Fallas, con esa estampa fina y añeja en recuerdo del Rey de los Toreros, José Gómez Ortega Gallito en el centenario de su muerte en la plaza de Talavera de la Reina.

Más allá de la preciosa estética que trata de retrotraer al espectador a la Edad de Oro del toreo, destaca la estudiada simbología del mismo, repartiéndose entre los adornos litográficos unas sentidas secuencias          iconoclastas del diestro de Gelves, reconocibles por cualquier aficionado sea cual sea su latitud y la mujer valenciana perfectamente acicalada, que se asoma para admirar al héroe cuando brinda a los pies del Miguelete.

Un gran reclamo para los espectadores que acudirán al coso imperial de la calle Játiva, aunque  que nadie se va a molestar en explicarles que la época elogiada en el cartel fue una en la que los intereses empresariales no eran exactamente coincidentes con los de las figuras y que mucho menos podían interferir en la independencia de los ganaderos, porque los matadores competían hasta el límite de lo imposible -acuñándose aquello de la vergüenza torera-, en la que una diversidad más ancha que larga de encastes y la lidia completa en los tres tercios resultaba primordial para el sostenimiento del aura de heroísmo que envolvía a la Tauromaquia, y que ahora se nos va diluyendo como esa cucharadita de bicarbonato para evitarnos la úlcera.

A Gallito tuvieron la fortuna de verlo torear aquellos que habían perdido la esperanza tras la retirada de Lagartijo, preocupándose por ellos el primero y pensando en el futuro de los más jóvenes aficionados con su monumental invento de las plazas de toros inmensas, para todos los públicos, democratizando el espectáculo al ponerlo a tiro de todas las clases socioeconómicas.

Para homenajear al Rey de los Toreros no puede omitirse que con él finalizó una época que había comenzado con Pepe-Hillo, amortizando el torero para siempre aquella forma de entender y vivir, de sentir la vida siendo matador de toros. Su muerte conmovió a la sociedad española y sacudió los cimientos de la tauromaquia, desde las plazas de tientas hasta las redacciones de los periódicos y Joselito se mereció un epitafio como colofón de esa vida torera que lo colocó en el sillón de Zeus en el olimpo de albero: Lo mató un toro, pero no lo afligió ninguno.

Para homenajear al hijo de la señora Gabriela tienen que sostener la facilidad con la que se ventilaba corridas en solitario consiguiendo como ningún torero anterior, esa aspiración procedente del siglo XIX de someter el toro a la inteligencia del torero, logrando a través de las virtudes de los tercios que el animal llegase dominado al momento solemne de la suerte suprema, desarrollándose con ello un espacio temporal que no existía para la faena de franela. Esto trajo aparejada una sensible regulación de las suertes durante la lidia, alejándose cada vez más de las primitivas maniobras defensivas hasta transformarlas en ordenamiento.

Quien quiera honrar a Joselito el Gallo en el centenario de su muerte debe cantar a los cuatros vientos que mataba en Madrid unas imponentes corridas de Miura pese a que sus amigos trataban de disuadirlo y que no se amilanaba, pero no por chulería sino porque consideraba que su deber era la permanente búsqueda de la perfección.

La propuesta que se hace en el bello cartel mostrando a Ponce como espejo de Gallito, evita mayores comentarios y debería ganarse el premio a la mejor mascletá.

En la imagen, el retrato de José Gómez Ortega «Gallito» según Humberto Parra.

José Luís Barrachina Susarte.