TOROS ILUSTRES: BARATERO

Sí, toros ilustres. Desde este portal defendemos acérrimamente la variedad de encastes, y enfatizamos especialmente en ello. Sin embargo, la grandeza de estas procedencias viene dada por ilustres toros. Toros bravos. De aquellos que aún nos hacen soñar años después. Por eso, hoy, recordaremos a ese excepcional Baratero. ¿De quién? Del que ha sido el más grande en la última mitad del siglo XX. Queda claro, ¿no? Victorino Martín Andrés. No se puede recordar una fecha cumbre de la historia taurómaca, a un animal de tan excelsas cualidades, sin mencionar al héroe que se cruzó ante él, que lo citó y lo dominó, que se la dejó puesta y lo vació atrás; en definitiva, el que lo toreó: Andrés Vázquez. ¿Hace falta decir algo más? La fecha, ya la saben: 10 de agosto de 1969. El día de los seis “victorinos” con el zamorano. El día que la Fiesta dio un cambio.

En boca del de Villalpando, solamente al salir, percibió la fiereza del toro. Un ejemplar que contaba con entre seis o siete años. Ya saben, cuando el guarismo no existía. De hecho, uno de los otros magníficos ejemplares estoqueados aquella tarde de ensueño, de locura, contaba con nueve primaveras en lo alto: Granadino.

Lo recibió con el capote, con eso tan propio de los “albaserradas”, quedándose corto, lo que contrastó dándole terreno. Hasta que lo afianzó, para enjaretarle verónicas de mano baja y una media, de aquellas como mandan los cánones: abrochándolo en la cadera.
El toro transmitía, transmitía bravura, casta y fiereza. Miedo. Aquello era tal, que a modo de anécdota, el picador le dijo: maestro, tengo hijos. Cinco varas tomó. Sí, cinco. Como ahora… Tomándolas todas ellas desde el centro del anillo. Galopando, con alegría. Cumpliendo en todas: humillando, metiendo los riñones y apretando. Yendo a más en todas. Como tanto le gustaba al llorado Joaquín Vidal.

Y llegó el tercio de muerte. Con tan solo diecinueve pases, fue capaz de arrancarle las dos orejas. Se imaginan cómo fue, ¿no? Sí, arrastrando la muleta, dejando que solo viera muleta. ¿Por qué? Porque era un toro bravo. El propio matador reconoció que tuvo que matarlo porque era incapaz de seguir en la cara. Le miraba a los ojos y sentía miedo. Sí, un toro bravo. Murió desde donde se arrancaba al caballo. Con la boca cerrada, tragándose la muerte.

Para el torero, las dos orejas; para el toro, la vuelta el ruedo. Para los dos, el inolvidable recuerdo.

 

Autor: Juan Infestas Perez