Agricultores, ganaderos y amantes del medio rural se encuentran maltratados por el nuevo ecologismo – no el movimiento que propugna la defensa de la naturaleza –, el ecologismo de salón, de despacho, aquel que se hace desde sillones de piel a una temperatura más que confortable durante todo el año. Moda que, junto al cambio climático “mata mucho”, tal y como señala Pedro el Presuntuoso. Transformación que, por raro que parezca, debido al movimiento de traslación de la tierra y la situación de nuestro país en latitudes templadas, además de los fuertes contrastes térmicos y orográficos que le caracteriza, hace que durante el estío las temperaturas alcancen sus medias más altas. Común y tradicionalmente llamado verano. En esencia, batuta de ecolistos y esbirros de la Agenda 2030.

Los grandes incendios que asolan cada verano nuestros bosques son resultado directo del abandono, premeditado y de obligado cumplimiento, de los usos tradicionales del bosque, de la separación de agricultura, ganadería y medio ambiente. Uno de los usos de mayor importancia es el pastoreo, próximo a su extinción debido al trabajo de una cada vez más inicua administración. El abandono de las vías pecuarias, nexo entre los valles y las cumbres que permiten tanto la adaptación climática y alimenticia como el transporte de las plantas, ha sido fruto de persecución por el gobierno de turno. No se quieren dar cuenta – o sí, pero les importa un bledo – que el pastoreo es el arma más efectiva en la prevención de incendios.

Junto al pastoreo, otro de los medios para evitar lo que cada estío sucede es la prevención forestal real. No ideológica, partidista o estúpida que regula absolutamente todo.

Actualmente está prohibido hasta mear en el campo, no vaya a ser que sus aguas salpiquen la morada de la hormiga común y estas tengan que buscar otro hoyo donde asentarse. Vedado está que el ganado paste en cuanto hay determinado matorral protegido y cabras o vacas, animales irracionales, no distingan al no contar con paladar tan exquisito como el de nuestros ecologistas, acostumbrados a viandas gourmet. No tienen más que echar un ojo al menú de los Goyas. O una pareja de sapos y culebras que crían en el estío y les interrumpes la coyunda con el trauma psicológico que pueda conllevar. Incluso si el mirlo, o la mirla, anida junto al camino y puedes tocarle los huevos– a la mirla, pues a tu compañero puedes acariciárselos sin problema alguno –.

De todo han privado a la gente de campo, incluso en una explotación de la que uno sea propietario –recuerden el eslogan de la Agenda 2030: “no tendrás nada, pero serás feliz”–.

Dicen que los lugareños de las Hurdes, cuando empezó el incendio del pasado verano, corrieron al monte motosierra en mano para hacer cortafuegos. ¿Qué crees que hicieron los secuaces de la administración? Impedírselo, pues eran pinos de especies protegidas. Vetando una rápida actuación de los habitantes del lugar, y con la excusa de proteger cuatro pinos, se quemó el pinar, el nido del buitre, la manada de ciervos y muflones y la madre que los parió a todos. Todo ello salvaguardado por la nefasta gestión de los directores de los parques naturales – puestos a dedo – que no  son sino abnegados fámulos al servicio de don dinero – o Mamá administración–. Prepárense para, en unos años, decir adiós a las Hurdes, las Batuecas, Monfragüe o la garganta de los Infiernos y abrir los brazos para recibir la maravillosa y por todos esperada Agenda 2030.

Dejando lo anterior a un lado, no debemos olvidar, dentro de sus novedosos planes para ralentizar el cambio climático y adoctrinarnos en sus nuevas formas de ser y pensar, lo que hace unos años denominábamos educación. Sin aditamento alguno. Buenos modales, educación en sociedad y, en el caso que nos atañe, educación – hoy día mal llamada medioambiental – cuyos máximos defensores son aquellos a los que día tras día se les impide mediante leyes estúpidas el correcto cuidado del medio en que viven y con el que se ganan el pan. Por supuesto, instrucción para aquellos tolais y domingueros que dejan los coches calientes sobre el pastizal en verano o arrojan colillas por la ventana “porque nunca pasa nada”. Hasta que pasa. Y, como no, para todos los que se fotografían limpiando el monte una vez al año para hacer gala de ello en sus redes sociales.

Para todos ellos, reeducación. ¿Cómo? Limpiando el monte, entresacando leña, despejando caminos y veredas, adecentando cortafuegos. Y en invierno, que “quien corta leña, se calienta dos veces” y, por tanto, pueden apagar el termostato de sus casas como pretendían que hiciéramos el común de los mortales.  Nos saldría más a cuento proteger a todos estos gilipollas – pues otro calificativo no merecen – y encerrarlos en una reserva para anormales, una República de Tontos o Utopía del Despropósito. De esta manera, tendríamos por seguro no tener que lidiar con ellos. Más cabras en el monte, menos cabrones chupando del bote. Dejen hacer al que sabe, no toquen los huevos.

Álvaro Sánchez-Ocaña Vara.