Cuando uno se encuentra un pelo en el plato de sopa, al menos es consciente del hallazgo, pero,  ¿que ocurre cuando el virtual cocinero deja caer algunas gotas de sudor en el plato? El comensal no verá ni sabrá nada. Y no decimos que los cocineros lo hagan intencionadamente; en absoluto. El espacio televisivo «Master-Chef» nos viene regalando imágenes impagables desde hace años acerca de los métodos que cualquier escuela de cocina vendría a censurar.

Estas imágenes las tenemos especialmente, cuando los concursantes cocinan en exteriores. La organización los suele llevar a diversas ciudades, al modo de espectáculo de feria, como una exhibición circense. Suelen ser famosillos en caída libre, algunos en los últimos tramos de sus exitosas o mediocres carreras. Allí les muestran unos platos de reputados cocineros del lugar, de esos que andan en la vanguardia culinaria, y entonces tendrán que hacer réplicas de ellos. El problema viene cuando el jurado les encarga comida para cien comensales, y encima en un tiempo escaso.

Y ahí es cuando comienza el gran festival de la ética culinaria, del exquisito arte que supone componer unos platos con gran refinamiento técnico, como si fueran reputados «chefs»  del Maxims parisino. Las lógicas prisas, los nervios, las carencias técnicas, la falta de oficio, el desconocimiento de aquello que van a copiar, un jurado que no para de presionarles con el tiempo, las cantidades desmesuradas de platos que han de confeccionar, postres incluidos; pues todo eso habría que aliñarlo con los vientos reinantes del lugar, el calor de mediodía y alguna que otra atormentada discusión entre compañeros.

Nadie les obliga a llevar gorros de cocina o algo similar, por tanto aquello se convierte en un concierto de cabellos al viento, desaliñados y sudorosos. En el último capítulo realizado en Mahón, aparte de las maravillosas vistas del puerto, pudimos disfrutar entre otros de los potentes sudores que recorrían cabellos y rostro de un cantor cántabro de los que participaron en aquel serial de cantantes de karaoke que se llamaba «Operación Triunfo».  Parecía que estaba subido en un andamio en Badajoz en pleno agosto. Sólo la actriz Verónica Forqué usaba un pañuelo en su cabeza a modo de gorro.

En un país como España, donde se  ha condecorado a los chinos con la fama de ausencia de higiene en sus restaurantes, y donde el inspector de turno te puede cerrar un restaurante porque no tienes bien colocados los productos en la cámara frigorífica, se nos antoja de una frivolidad tremenda que una televisión te pase cada semana esta sarta de situaciones que poco benefician a la cocina en general. Parece como si un gorro de cocinero costase lo mismo que un Ferrari, y sólo lo puede llevar el maestro Arguiñano.

Para colmo, en el exquisito menú habían seleccionado el «cabracho» como pescado, con la tremenda dificultad que tienen estos peces para ser limpiados. Luego, los sufridos invitados incluido el alcalde de Mahón, se quejaban de la cantidad de espinas que iban encontrándose en el dichoso cabracho. Otra de las invitadas prefirió no pronunciarse, pero su rostro expresaba la tortura que había sufrido. Y así otros muchos. Pero esto no fue ningún contratiempo para Samanta Vallejo-Nájera, que toda ufana y dichosa se presentó ante los concursantes para alabar su buen hacer y que aquello había sido poco menos que un éxtasis místico para los desdichados invitados.

Nos queda la esperanza de saber que todo este dislate escénico sólo es televisión, y en televisión sucede como en el mercado del arte, que más del cincuenta por ciento de lo que se produce es mercadería falsa. Confiamos mucho más en el restaurante de la esquina de nuestra calle, porque sabemos que son profesionales y tienen mayor dignidad ante la clientela que estos engendros que convocan a tantos televidentes.

Giovanni Tortosa

En la imagen, Samantha Vallejo Nájera, una de las presentadoras de Master Chef