Hoy les traigo anécdotas en la vida del Pasmo de Triana.
En las dos reapariciones de Belmonte, la influencia del empresario Eduardo Pagés no fue determinante – a pesar de las sustanciosas ofertas que le hizo -, como tampoco lo fue la del torero retirado Ignacio Sánchez Méjias, cuando le achuchaba para que se decidiera a acompañarle en su eminente vuelta a los ruedos : Ignacio – decía con acento romántico – muere en casa, no en la plaza. Joselito está más vivo que Belmonte y que yo, que nos retiramos cobardemente a casa. De hecho, no se sabe quién de los dos pudo influir más en él, pero dándole vueltas llegas a la conclusión de que el torero tuvo, su mayor influencia.
Decía Belmonte entonces :
Me convencí en pocos meses de que no era capaz de resignarme a aquel bienestar burgués que consiste en ver girar el sol sobre la cabeza, bien comido y bien descansado. La lealtad de mis sentimientos se impuso. Yo lo que quería era seguír siendo torero. Pero me costaba decidirme porque consideraba poco serio volver a los ruedos después de haberse uno retirado.
Pero un hecho le ayudó : al recibir de la capital peruana – donde precisamente había anunciado solemnemente su retirada – una oferta en firme para torear siete corridas de toros, en un año de celebraciones por el centenario de su Independencia, justificándose ante sí mismo como si de un acto » condescendiente » se tratara, decidió finalmente cruzar el charco. A la vuelta, después de   «complacer » a los limeños, justo al desembarcar en Lisboa se encontró con un viejo amigo : Eduardo Pagés.
Este personaje catalán, estaba dotado de una visión especial para los negocios : según el profesor Santainés, un águila en el manejo de los números…. Así, después de hacer sus pinitos como torero, escritor y revistero taurino – » Don Verdades » era su seudónimo – , se mete en el mundo del negocio taurino.
Pagés, con su fino olfato, fue el primero en crear ese mundo empresarial basado en las » exclusivas «, con el fin de controlar mejor las riendas y entresijos del negocio taurino. El primer aldabonazo que dio fue con la firma – consistente en un simple apretón de manos – de una exclusiva con Belmonte de veinte corridas a 20.000 pesetas cada una. Esa cifra se vió incrementada a 25.000.
Fueron tres temporadas duras, pues sin Joselito todo el peso recaía en él. Además un año antes en 1924, había adquirido una nueva responsabilidad : la de ganadero de reses bravas.
Esa nueva faceta de Juan que la inició en una dehesa en Ronda, le
 sirvió para descubrir una actividad que llegaría a apasionarle, la de garrochista, que práctico luego en su finca de Gómez Cardeña hasta la última mañana de su vida.
Con lo que el maestro trianero ganó en una sola temporada, tras su reaparición, compró Gómez Cardeña, el 7 de agosto de 1934, por la cantidad de 535.000 pesetas, tenía mil trescientas noventa y una hectáreas.
Ese toreo de Belmonte no fue pues fruto de nada que no estuviera vinculado a su espiritualidad. Parece pueril creer que un hecho de esa naturaleza pudiera surgir como consecuencia de un problema de carácter estrictamente corporal….. Quizás esa creencia pudo alimentarla aquella célebre anécdota en la que uno de esos tipos que merodean por todas partes, que lo » saben todo » pero no se enteran de nada – y menos se había enterado de ese nuevo concepto que Belmonte estaba aportando al toreo -, le preguntó al maestro, en una de sus tertulias :
– ¿ Me podría explicá cómo se las compone uté pa toreá si apenas pué corré….?
– Pues mire, comparece : haciendo que quien corra sea er toro….
Como dijo el » Guerra «, a los pamplinosos, pamplinas.
Belmonte rompió con las tradiciones de vestirse con trajes bordados en oro : un buen día le encargo a su sastre un traje negro bordado en plata, que, justamente, habría de ser el más emblematico de cuantos tuvo.
Transcurrido algún tiermpo, una tarde qie estaba anunciado en los carteles, después de la siesta de rigor antes de la corrida, entró su mozo de espadas en la habitación del hotel – el peor momento del día, según algunos diestros -, para advertirle con delicado respeto : Es la hora, maestro.
Levantado y aseado, se percata Juan de que el terno que tiene preparado en una silla es el bordado en plata, y después de unos instantes de comtemprarlo callado, como insimismado o ausente, le dice a su mozo de espadas : » Esta tarde no me lo voy a poner Antonio ; escoge otro «.
Surgen de los recuerdos del maestro, aquellas frases de su vida profesional, » conturbado y
vacilante «, en las que no se sentía bien predipuesto para torear, y que algunos partidarios suyos y cierta parte de la crítica sabian muy bien que contra eso no podía luchar, don Gregorio dijo de él en relación a este punto : Belmonte es un torero de rachas. Cuando se desconfía sigue desconfiado varias corridas ; luego cuando recupera el sitio ya no lo pierde hasta que llega la causa que otra vez le haga desconfiar.
Al levantarse aquella tarde de la siesta, sabía perfectamente que se encontraba en plena » mala racha » y que difícilmente podría trasmitir nada a los tendidos por más que lo intentara. Por contra, una vez superada esa racha y entraba en la » buena «, el día que más pletórico se sentía y quería vestirse con él, su mozo de espadas corría a comunicarlo a la cuadrilla : » compares, hoy ha pedió er traje de
plata «.
Pero ¿ qué extrtaño vínculo tenía ese terno bordado en plata con su dueño ? ¿ acaso reflejaba ese claroscuro del traje los contrates que conformaban su personalidad ? Es posible que ni él mismo lo supiera.
Fuera como fuere, y sin que hubiera una explicación racional ante el poder mágico que adquiriría su figura cuando se presentaba con ese vestido, parecía realmente que el color de su bordado estuviera vinculado con los rayos plateados con que la luna alumbró al espíritu de Tablada.
Varios de los grandes triunfos de Juan los consiguió vistiendo ese terno ; el principal el 21 de junio de 1917, en Madrid, alternando con Joselito y Gaona. Zuloaga lo inmortalizó en un retrato que le hizo al maestro.
Un hecho insolito, rayando lo misteriooso, tuvo preocupado durante mucho tiempo a Belmonte : su primer caballo. Lo cierto es que un día, emprendiendo de repente un velocísimo galope hacia una tapia, se estrello en ella quedando muerto en el acto. Después de recordar este suceso, acuden a su mente dos hechos acontecidos años atrás, que muy bien podrían entrar en el campo de la parapsicología. Uno de ellos sucedió cuando al observar desde lejos a un amigo que se alejaba andando por la calle, le ordenó mentalmente, que se detuviera. Al instante, el amigo vaciló, para finalmente quedarse quieto en la acera. Después de aquello, se preguntaba Juan, si su primer caballo tomó aquella drástica decisión : ¿ estaría yo pensando en esos momentos en suicidarme, como tantas veces me rondó por la cabeza…? ¿ acaso interpretaría aquel noble equino esos pensamientos como una orden o creyó que debía solidarizarse con su amo ?
Mucha  gente decía Juan, creía que yo necesitaba un toro para triunfar, cuando en realidad muchos de mis grandes triunfos los tuve con toros que nadie, ni los mismos toreros que alternaban ese día conmigo esperaban que hiciera nada. Mis problemas no tenían nada que ver con el toro que lidiaba, sino con » otro » que llevaba dentro.
Esos problemas respondían a sus acusadas alteraciones de ánimo. Tenía entonces algo muy concreto en que refugiarse : la lectura.
Por culpa de esa afición, una vez cometió una falta impropia de una figura como él. El maestro reconoció que era cierto lo que dijo Corrochano, delatándole ; la tarde que no me presente en Madrid por prescripción facultativa, en realidad fue por quedarse en el hotel terminando de leer la novela El Sr. Bergeret, de Anatole France. Contaba Juan la cara que puso su mozo de espadas cuando se lo dijo a medio vestirse de torero. Creyó que estaba tarumba.
El verdadero problema que tuvo Juan con la lectura fue cuando, en sus momentos anímicamente bajos, los libros que escogía no le ayudaban a remontarlos. Uno de estos libros, una obra de D`Annunzio, que tenía según él, un » morboso encanto «, le provocó más desequilibrio aún del que tenía, y le activo la predisposición que tuvo siempre de acabar con su vida.
Por Mariano Cifuentes