Un honesto crítico taurino que hizo literatura en sus crónicas, humor y sociología en sus columnas.

Hace unos días han premiado a mi amigo Javier Villán (crítico taurino, literario, de teatro, poeta, ensayista y con libros sobre toros, crónica taurina y costumbrismo) con el Premio Nacional de Tauromaquia “Joaquín Vidal” que era su amigo. En “El Mundo”, miles de crónicas y artículos taurinos nos han deleitado. En La Rioja, charlas y Pregón taurino en Logroño… Presentación de “La Tauromaquia de Rafael Azcona” en Madrid…Con la disculpa de la reciente distinción quiero traer el artículo que envié en 2002 al Club Taurino de Pamplona sobre Joaquín Vidal, titular de galardón…para que no se olvide tan importante ciudadano.

Si algún lector aprecia en lo que sigue pasión, inclinación favorable o exageración de lo positivo, puede estar en lo cierto. En unas horas pretendo aproximarme a lo que a mí me gustó, me entretuvo y creo que me enseñó de Joaquín Vidal y ahí lo dejaré. No voy a regatear elogios y seré parcial, porque no han de venirme a la memoria algunos aspectos negativos que como humano tuvo.   

El pasado mes de abril se dio de baja en el registro de vivos Joaquín Vidal, con 66 años, después de un trasteo no muy largo con un cáncer irreversible. Seis días antes hablé con él. Estaba ingresado en un centro sanitario y me dijo que había terminado la quimioterapia y que “lo suyo” estaba superado. Que lo retenían debido a una neumonía, o algo así referido a catarro pero en grave, que no habían entendido o tratado como debieran por lo que echaba pestes contra algunos especialistas que seguro lo tendrían equivocado y con disculpas ante lo inevitable. Me aseguró que tenía pensado estar en Sevilla, porque era cosa de unos días, y de ahí en adelante nos iríamos viendo en otras ferias.

Noté su voz muy débil. Casi apagada. Le dije, bromeando, que lo suyo era querencia al hospital  por lo atractivas que son las jóvenes enfermeras y terminamos hablando de que únicamente sentía no haber estado en Fallas ya que la feria de Castellón “no merece la pena  porque es una milonga donde el público  tolera y aplaude todo convirtiendo los festejos en cualquier cosa menos en corrida de toros”.

Almorzando en el asador madrileño “Alkalde” al día siguiente, viernes, con Rafael Azcona que leía, tomaba como referencia y gustaba de las crónicas de Joaquín, le expuse mi disgusto y mala impresión. Rafael decía que la voz no es definitoria para el palmamiento sino que había que ver “in person” al ciudadano y “lo que cuenta a la hora de entregar la cuchara es si le cuelga o baila el traje o la camisa le queda muy amplia por el cuello”. Queríamos quitar el peligro con la ilusión de volverlo a leer. Pero a los cuatro días Joaquín había pasado a la historia de la mejor literatura taurina, y total, por su oportuna y precisa soltura manejando el idioma, por la gracia y rigurosidad colocando adjetivos y verbos, por su amplia cultura y medido empleo del casticismo, por un valor fuera de lo normal tratando los temas, por independencia, ironía e ingenio  sembrados a voleo controlado, por sus dotes de narrador y caricaturista, por su rigurosidad combinando la lírica con el esperpento,     por su pesimismo real y la maestría en la construcción del conjunto, y por tantas otras cualidades más que han repetido muchos y yo no recuerdo, ahora, pero las tuvo.

Fue, simplemente, un gran escritor. Contundente y con ráfagas de la mejor prosa por sabor, ilustración, paisaje, colorido, pasión y humor a veces neoclásico y otras renacentista. Para colmo de virtudes, no se doblegó ante caciques, mandarines, ricos de siempre y nuevos ricos barreristas sociales de feria y asquerosos, inútiles y chulescos políticos, que en general sólo utilizan la fiesta para lucirse “dando filada” sin pagar en los callejones, barreras y buenas entradas y que en alguna ocasión le tocaron los costados. ¡Ah! Los prenotados estadistas no fueron aficionados antes y no van a los tauródromos después cuando ascienden a categoría de ciudadanos normales.

De los que de él han escrito o hablado en los más diversos obituarios de medios informativos hablados y escritos, unos declaran ser amigos, otros al revés, algunos se conocían, otros coincidían…y todos reconocen su atractivo estilismo. Tanto lo fue que arrastraba a los que no iban a los toros ni les interesaba la fiesta y a los mismos antitaurinos. En algunos casos hay que aplaudir la escueta, respetuosa y clara elegancia de tribunas taurinas no coincidentes como “Aplausos” y algunos más, en otros hay que señalar la desvergüenza gremial a toro pasado, los hubo con muestras de ibérica burricie y también el silencio,  la información más cívica, fue elocuente en algunos casos.

El que esto escribe y firma, un rato antes de Sanfermines, conoció personalmente a Joaquín Vidal el 29 de julio de 1982 en Valencia. Había muerto en el ruedo valenciano, por un infarto durante la corrida, el banderillero de Dámaso González, Mariano “Carriles”, y ayudado por una pareja de policías  fui encargado, después de amortajarlo, de impedir “bajo ningún concepto” la entrada a la enfermería de persona alguna  mientras llegaba el coche fúnebre para el traslado a Sevilla.

Yo degusté las crónicas de Joaquín desde los tiempos que firmaba con “Hache” la sección taurina “Las vacas enviudan a las cinco” en “La Codorniz”, en crónicas que hizo en “Gacetra Ilustrada”, “Pueblo” e “Informaciones” y le seguía con entusiasmo en “El País” desde su creación en 1976.

Cuando, ya de noche, observé que le era imposible a Vidal el acceso a las dependencias sanitarias del coso al no convencer a los agentes, con gran alegría y la mejor disposición por la oportunidad intervine para decir que yo estaba avisado y tenía orden especial para que ese señor entrara. Pregunté antes por su identidad, el medio en el que informaba y otros detalles, me presenté, le dije que en mala hora nos conocíamos y que leía todo lo suyo. Desde allí siempre nos saludamos con alegría de vernos y hemos compartido mesa pequeña, a veces mano a mano, en Pamplona, San Sebastián, Sevilla, Bilbao, donde presenciamos juntos y comentamos lo más chocante en varias ferias, y si se terciaba hablábamos por teléfono. Un poco más desde que Javier Villán me advirtió de la gravedad de su dolencia.

Conservo, comprados, sus tres libros taurinos, cuelgo una crónica enmarcada en mi biblioteca y he continuado leyendo todo lo que escribía. Cosa que reconozco y que también a veces le encontré equivocaciones y algún desacierto. Serían despistes o rastros intencionados para vacilar con el adversario y tenerlo despierto. Cuando no se ponía en el último clavijero de la intransigencia, coincidía con él la inmensa mayoría de las veces. Y reconociendo su saber histórico, técnico, teorético y su estilo atractivo, alguna vez echaba de menos la misión principal del periodista, que es informar. Me sabía a poco una o un par de líneas para explicar a los ausentes lo que había hecho tal o cual torero. Me hubiera gustado, y me gusta, leer si dejó que le mataran al toro, si anduvo atropellado y abundante con la capa, si intentó quites o estuvo de pasmarote, si ligó, intentó torear al natural y estuvo variado, si volvió la cara entrando a matar, si movió los pies. Joaquín, de forma consciente y no porque se le acabara el espacio, como se deduce leyendo a rollistas impenitentes, tengo para mí que se dejaba querer con una fina redacción que daba idea del conjunto y orillaba un poco el detalle y menudeo de cara a los “aficiconados” ausentes que le leyeran. Pudo ser porque los años le convencieron  de que no servía para nada la crónica notarial y detallada y se entregó a recrear al lector aunque el objetivo a exponer fuera una birria. O porque se propuso aportar algo fuera de lo más corriente y coñazo en el común de los informadores.

Pedro Mari Azofra

En la foto que mostramos, Javier Villán, Pedro Mari Azofra y Joaquín Vidal