Se te ha cortado el camino en la mitad de tu vida. No pudiste soportar la rutina de un matrimonio conveniente. Luego te cansaste del acoso de los oportunistas. Tú eras una señora y no podías caer en los brazos de otro amante burgués que acabaría en otro desencanto mientras la gente te señalaría con el dedo y sentirías ese vacío hipócrita de una sociedad que sueña con el pecado pero no lo admite. Cuatro años de jugar a la frivolidad pero sin atreverte a dar el paso.

 Te asediaron hasta los amigos de tu marido y tú cada noche salías de copas y los veías llegar con los ojos cargados de deseo y sus manos trémulas buscando las costuras íntimas de tus caderas. Y te dejabas querer hasta los límites de lo inevitable, pero jamás te faltó la voluntad para el rechazo cuando el lujurioso de turno ya contaba con llevarte a la cama.

 Cada noche aguantabas coqueta el asedio hasta que cerrabas la cristalera del portal y te veían subir por la escalinata con tus hermosas piernas perdiéndose otra vez en el deseo sin consumar. Hasta que aquella tarde en la tertulia llegó aquel hombre mundano y distinto con el descapotable perla y un traje hecho en Bruselas. Esa noche la cena fue distinta, con el secretismo de una suite de lujo y las flores y los candelabros de velas perfumadas en una mesa íntima.

 Había llegado el momento de romper con las convicciones de las monjas y con el tenebrismo del pecado. Por primera vez dejaste de dominar y te dejaste arrastrar por la curiosidad de lo desconocido. Por primera vez quisiste saber si el amor era algo más que el rutinario polvo de tu marido y sentiste la locura del placer nuevo, de tus primeros alaridos de hembra apasionada. Descubriste esos juegos que sólo habías visto en las películas prohibidas y cuando a los pocos días él te invitó a su casa de la playa, preparaste una maleta de urgencia y te acurrucaste como una gata mimosa en el asiento de cuero del descapotable. Dos semanas de amor desenfrenado y luego el desencanto.

 Al galán ardiente se le pasó el capricho y te sentiste tratada como una fulana. Cuando volvió a buscarte al final de sus correrías, sentiste asco de ti misma. Sentiste que habías perdido quince años de tu vida con el marido insulso que hacía el amor con el pijama puesto y sentiste también la humillación de haberte enamorado de un trotamundos mentiroso. Que sólo eras otra más en su dominio de las artes de la alcoba.

 Ahora has vuelto a la tertulia de tus honorables amigos, que jamás te perdonarán esta locura, pero todos esperan cínicamente que les llegue su turno cuando te abandone la voluntad de rechazarlos cada tarde que te pones tus vestidos escotados. Te gusta jugar con ellos y llevarlos al borde del ridículo para vengarte del que quisiste y no te quiso. Pero no te irás con ninguno de estos reprimidos que se las dan de puritanos sacando de paseo a sus mujeres, tan insulsas como ellos.

Te gusta provocarlos enseñando el medio muslo en las reuniones o abriendo dos botones de tu blusa para que te devoren con su lujuria boba. Quizá algún día te decidas a viajar a Túnez o las playas de Cuba, quizá con un árabe refinado o con un mulato poderoso. Quizá te vuelva la tentación de sentir los alaridos que tu marido fue incapaz de darte. Quizás El Caribe o Marruecos. Pero ninguno de estos hipócritas de la moral y las buenas costumbres te podrá ver desnuda. Jamás.

Alfonso Navalón