El que los toros sea una fuente inagotable e inabarcable de emociones es algo que solo pueden negar los que vivan en Marte, aunque su vida transite por este mundo nuestro. La simple presencia del toro garantiza un aporte extra de emociones, da igual el sentido de estas o que sean emociones encontradas. Si quieren animar una fiesta, pongan un toro, da igual la edad y verán como se disparan las sensaciones. Y nadie se pondrá a discutir sobre lo que sienta cada uno, pues esto es algo absolutamente subjetivo. Pero a veces, y no es nada infrecuente, los humanos tiramos de aspectos personales, de nuestra subjetividad, queriendo convertirla en un dogma universal que todo hijo de vecino debe asumir sin rechistar. Para entendernos, parafraseando a los clásicos, es lo que se llama hacerse un “lo dijo Blas, punto redondo”.

 

Quizá alguno de ustedes, dejando los de Marte aparte o los que ni frecuentan, ni muestran intención de hacerlo, una plaza de toros, en el momento de tener una charla de toros analizando la labor de tal o cual torero y poniendo en duda los merecimientos de algún trofeo conseguido por dicho matador, se encuentran cara a cara con una cuestión que parece fundamental en el toreo moderno y que se encierra en la frase: pues a mí me ha emocionado. Y aquí se cierra el tema. Ya no hay debate posible, como al caballero le emocionó, no hay más que hablar. Que lo de las emociones está muy bien, pero, ¿podemos dejar en manos de la subjetividad esto que llamamos los toros? Porque los motivos de la emoción pueden ser variados y alejados de los cánones que se entienden propios del toreo. Si ustedes van a ver a un paisano, hijo, sobrino, nieto o cuñado torero y le ven hacer flamear las telas y mientras le imaginan saliendo en volandas a hombros de los entusiastas de turno, es muy probable que se emocione y se deje llevar por las circunstancias. ¿Toreo? Nada, pero el caballero se emocionó. Imaginemos un manso de libro tirando bocados, que no quiere nada con los engaños, pero que allí se planta y se hace dueño del ruedo. Resulta que esto emociona al personal, primero porque el de luces sale andando y segundo porque el marrajo se las puso de a kilo a sus oponentes. Trofeos para uno y vuelta para el otro, porque: yo me he emocionado.

 

Tarde de postín en una feria importante, entradas de reventa a precios desorbitados. El maestro va y se pega cuatro respingos y el pagador atisba que al menos no ha tirado el dinero. Venga a sacar pañuelos, porque ya saben, ¿no?: yo me he emocionado. Que no digo yo que haya que desterrar las emociones de una plaza de toros, faltaría más, pero este no puede convertirse en el patrón único ni del toreo, ni de nada. Que con ese rigor, ¿no veríamos las paredes del Prado repletas de garabatos de los nietos por deseo de las abuelas que decidieron que tales obras de Andreíta, Manolito, la Sara, Luismi, Carlitos, Jessica Carmen, mi Lorena y tantos otros pasaran de las puertas de la nevera a las salas de la primera pinacoteca del mundo? Y todo con el único fundamento de: yo me he emocionado.

 

Que en el toreo, como en todo, para llegar al entusiasmo y a esas emociones tan saludables y apasionadas, hay que pasar un primer filtro de objetividad y racionalidad. Habrá que ver si lo sucedido en un ruedo, lo desarrollado por un matador convergen con las normas del toreo, si en su labor ha primado el darle las ventajas al toro, el darle la opción de prender los muslos en cada embestida y si el saber, las condiciones del torero, le han permitido evitar el desastre a base de mando, dominio y poder, con el arte que cada uno sea capaz de liberar, pero siempre con verdad. Y después, casi con toda seguridad, llegará la emoción, que se hará una y dueña de la plaza. Y los que hayan sido testigos de ese imposible saldrán de la plaza contando lo que allí pasó, emulando al maestro intentando repetir los muletazos al aire, dando de detalles de cómo tiro de él, cómo le pudo en los terrenos del toro, como le enseñó y obligó a tomar los engaños y quizá, solo quizá, si el entusiasta aficionado percibe que se queda sin palabras a pesar de querer sacar más y más de lo que se le metió dentro del alma, entonces igual no ve otra salida que decir eso de: si es que me he emocionado y todo. Que nada tiene que ver con lo otro, con lo de olvidarse de lo sucedido y querer justificar otras cosas que en nada tocan con el toro, el toreo, los terrenos o el manejo de los engaños. Y es que si dejan aparte el toreo es muy posible que irrumpa con decisión la milonga de los emocionados.

 

Enrique Martín

Toros Grada Seis