Cuando el silencio se agolpa junto a nuestra mente, razón de por más por la que podemos pensar, recapacitar, añorar y, mediante las inquietudes que nos proporciona nuestro cerebro, tratar de rememorar viejos tiempos y situaciones hermosas que uno ha vivido en su existencia. Como quiera que los toros han sido la razón de mi existir y, en este año maldito en que no hemos tenido la feria de Fallas de Valencia, si acaso por ello, vienen a mi mente recuerdos hermosos al respecto.

Corría el año 1965 en que, un novillero alicantino estaba haciendo furor por las plazas de España. Se trataba de Gregorio Tébar El Inclusero al que, lógicamente, habíamos visto en el coso de la plaza de España ese año citado con un éxito de clamor. Dicho torero nos hizo que nos aferrásemos al semanario Dígame para seguir sus triunfos por toda la geografía, al que seguíamos con inusitada ilusión. No era para menos puesto que, ese mismo año se presentó en Madrid y ante una novillada de Escudero Calvo, lo que hoy conocemos como Victorino Martín, El Inclusero salió en hombros de las Ventas.

En el año citado había acudido dos veces hasta Alicante para ver al que era mi ídolo, el mío y el de toda la afición española. Mi amigo Antonio tenía una moto Bultaco que nos llevaba desde Tibi hasta la capital. Aquellos viajes tenían tintes de aventura pero, podía más nuestra afición que todos los impedimentos que pudiéramos encontrarnos en el camino. Confieso que era subyugante ver a El Inclusero que, por su arte y valor nos motivaba a los jóvenes de aquella época puesto que, con mis 15 años ilusionados, era capaz de cualquier cosa. Es cierto que no tenía dinero para costearme la entrada pero, siempre había un amigo capaz de ayudarme para satisfacer mi más grande anhelo que, en aquellos juveniles años no era otro que ver a El Inclusero.

Repito que, en aquellos años, 1964 y 1965, trabajo al margen, lo que privaba en mi vida eran los toros y de forma muy concreta aquel muchacho que tuve la suerte de conocer. Sus triunfos eran los míos puesto que, cada éxito suyo yo lo celebraba con desmedida algarabía. Se trataba del novillero de moda que, junto a Palomo Linares, Paquirri, El Monaguillo, Tinín y otros más eran la admiración de los aficionados que, sin duda alguna llenaban las plazas por doquier. ¿Qué tenían aquellos novilleros de antaño que no tienen los de ahora? Si acaso, personalidad, algo que no se compra en los bazares pero que tenía un enorme calado entre los aficionados.

Y llegó el año de gracia de 1966 en que, de repente, sin pensarlo, recibo un telegrama en mi casa que me lo remitía un amigo de Alicante anunciándome que, El Inclusero se doctoraba en Valencia el 19 de marzo de aquel año. La noticia ya la conocía por la prensa pero, la invitación del amigo era para que fuésemos juntos hasta la capital del Turia para ver dicha alternativa. Pepito Tébar, hermano de El Inclusero es el que me anunció la buena nueva.

Me puse manos a la obra porque el viaje me parecía extraordinario. Conocería Valencia, vería la alternativa de mi ídolo, ilusiones que me tenían enloquecido. El problema era como arreglar el tema económico que, si no recuerdo mal, el montante, tanto del viaje como la entrada a los toros, ascendía a la cantidad de 200 pesetas de la época que, había que encontrarlas. Yo no las tenía pero ahí estaba mi amigo Arturo Castelló que, tan aficionado como yo, me las prestó con la condición de que al regresar le contara la corrida.

Recuerdo que cogimos el autobús frente a la plaza de toros de Alicante a las siete de la mañana para llega hasta Valencia a las doce del mediodía. Quedé asombrado al llegar a la capital huertana por excelencia. Su plaza de toros de la calle de Jávita me conmovió; jamás había visto in person, un coliseo tan bello. Cierto es que, tampoco había visto muchos. Diez autobuses se habían desplazado para tal evento. La locura al más alto nivel. Yo estaba alucinado con todo lo que me estaba pasando y, junto a Pepito Tébar como lazarillo particular decidimos dar un paseo por la urbe valenciana.

La ciudad me pareció bellísima, extraordinaria, algo fuera de lo común y, para nuestra suerte, mientras caminábamos hacia ninguna parte, tres calles más arriba de la plaza de toros, en lontananza divisamos a un chico con aires de torero por sus andares y, por Dios, ¡era El Inclusero¡ El diestro estaba paseando de forma distendida junto a su banderillero de confianza, el notable Barajitas. Dada su popularidad en aquellos momentos, El Inclusero caminaba con sombrero y gafas de sol. No lo podíamos creer y nos fundimos en un entrañable abrazo con nuestro ídolo para desearle toda la suerte del mundo en la tarde.

Eran las cinco de la tarde y la plaza estaba repleta. Se colgó el no hay billetes. Nosotros teníamos una andanada de sol que era a lo único que habíamos podido aspirar, pero allí estábamos que era lo importante. Había salido el toro Jovenzuelo del Marqués de Domecq al que El Inclusero había endilgado un ramillete de verónicas bellísimas y, cuando eran las cinco y diez minutos de la tarde, Antonio Ordóñez le cedía la borla de matador de toros a El Inclusero en una emotiva disertación del maestro como más tarde nos contaba Gregorio Tébar. “Si se cumplen la mitad de tus sueños ya podrás sentirte un triunfador”

La tarde no tuvo otro protagonista que El Inclusero o, al menos, así nos lo pareció por todo lo que pudimos ver puesto que, tras el festejo, los aficionados, en masa, se lanzaron al ruedo para izar en hombros al ídolo que acabábamos de descubrir. Nuestra pena, la mía de forma concreta, no era otra que al estar en la andanada me era imposible saltar al ruedo para ser partícipe de aquella tremenda algarabía de los aficionados sacando en hombros al que era nuestro ídolo que, sin apearse de los aficionados, como sucedía en aquellos años, al ídolo lo llevaron a hombros hasta el hotel Astoria.

En aquellos momentos todo era pura verdad, hasta el extremo de la extenuación de los aficionados al cargar sobre sus hombros al ídolo admirado. Nos cupo la fortuna de saludarle en el hotel, apenas cinco minutos puesto que, como sabíamos, nos esperaba un larguísimo viaje hasta Alicante. Pero había valido la pena por aquello de ver como triunfaba nuestro ídolo, a la sazón, Gregorio Tébar El Inclusero. Fijémonos que, no he entrado en detalles artísticos de lo que fue la tarde, pero si recuerdo, como si fuera ahora, las tremendas ovaciones que recibió el matador en todas las suertes. Sin duda, algo grande sucedió para que la catarsis que nos desbordó a todos nos llenara de un gozo inusitado.

En la imagen, Gregorio Tébar El Inclusero en el día de su alternativa.