EN LA TERTULIA DE JORDÁN
Carlos Escolar “Frascuelo” tiene merecida fama de torero romántico. Sin llegar a gozar de los favores de las empresas, ha conseguido el respeto de los aficionados en una carrera que ha sido larga en años, no muy numerosa en contratos y colmada de gestas.
Delgado, fibroso, mantiene un tipo torero que le permite enfundarse sin problemas en su traje de luces. El pelo que engaña a las canas, lo peina con la sombra de un leve tupé que quiere recordar un cierto aire rockero de años más jóvenes, que en cualquier caso resalta su buen aspecto general. Sólo las manos le traicionan la edad, aunque le permiten manejar los engaños con soltura.
Habla de su etapa de becerrista con mucho cariño, en una época donde la picaresca era santo y seña de los escalones inferiores del mundillo taurino y donde sobrevivir a ella era más difícil que enfrentarse a un miura. Participó en la “oportunidad” de Vista Alegre de donde salieron famosos efímeros como “El platanito” o figuras como Palomo Linares, aunque no llegó a estar en las corridas televisadas. Sus espejos fueron toreros madrileños como Luis Segura y Currillo, de quienes destaca su elegancia.
Su apodo taurino se lo pusieron en Chinchón y Moralzarzal, dos lugares unidos a la vida del Frascuelo histórico, Salvador Sánchez, y quizá, de quien tomó el sobrenombre, tomó también el coraje para seguir de matador de toros a pesar de los contratos escasos y las dificultades ciertas. Más que un corredor de maratón, se puede asemejar a uno de ultrafondo que va devorando los kilómetros, aliado del tiempo como si estuviera congelado, sin mirar a su alrededor, consciente de que está luchando consigo mismo, con su afición y no con un record concreto de tiempo o una distancia que se alarga en el terreno.