Viaje a los toros del vino.

Por Alfonso Navalón. Fotos Diego Segura.

Extraído íntegramente del diario «Informaciones» del 1 de julio de 1971.

Ya se’ que en buena lógica debería hacer un paseíllo erudito, hablando de la historia para centrar el tema. Ya sé que debería empezar por el origen antiquísimo de estas fiestas, que se remonta a un testimonio del siglo XIII y cuyo motivo central eran Ios llamados “toros nupciales”, a Ios que ya hace referencia Alfonso X el Sabio en Ias “Cántigas de Santa María”. Pero tengo prisa por entrar de lleno en esa otra historia fresca, cercana y palpitante de Ias últimas fiestas sanjuaneras.

Porque con prisa, con mucha prisa llegué hasta Coria cuando ya colocaban el ramo los mozos de Ciudad Rodrigo en las ventanas de las novias. Ya era madrugada y era mía toda la carretera. Todavía quedaba una hora de camino con el puerto de Perales por medio. Cuando uno va solo a través de la noche, dejando atrás pueblos y ojos de gatos y liebres y zorras que cruzan por delante del coche… se piensan muchas cosas. Por ejemplo, al pasar por Morasverdes te acuerdas que hace unos días hubo allí un crimen tremendo. Al mirar el indicador de Fuenteguinaldo piensas también en la tragedia de estos alegres labradores, que ahora se han quedado en la ruina por una tormenta de pedrisco. Pero voy de fiesta. Vamos con la esperanza

de llegar al encierro y el coche va dando quiebros entre las mil curvas del puerto, entre el olor e los pinos, de las jaras y de los eucaliptos. Voy calculando burguesamente si quedarme a dormir en la habitación del hotel Iberia, con balcón a la plaza, que debo ceder a la hora del encierro para que Io vean el alcalde y las fuerzas vivas, o quedarme unos kilómetros más acá, en la dehesa de Monteviejo, en las decimonónicas y confortables camas de catre alto y colchón de lana, dónde me espera el legendario Victorino Martín con sus comilonas rurales de huevos fritos y alubias con oreja.

Pero Dios dirá lo que más conviene hacer. De momento, son las tres y media de la madrugada y en la Plaza Mayor de Coria no cabe ni un alma. Ya están allí El Peque y veinte maletillas más, llegados de no sé dónde. Ya está esa masa entrañable de y sincera, abarrotando balcones, tejados, tablados y bocacalles. Ya es la noche de San Juan. Cuando llegue el día, cuando sean las ocho y el sol nos pique en los ojos y en la resaca de cantar, beber y fumar… Charri cogerá su escopeta lobera, y le pegará un tiro al toro en la frente. Esto pasa todos los años y todas las noches. Pero yo traigo una historia para contar. Mejor dicho, cuando me vi con el pantalón destrozado y los huesos doloridos, cuando me unté de sangre los dedos y en una dependencia del Ayuntamiento se escuchaban gritos desgarrados y olor a medicinas, reparé que una lejana historia comenzada allá por el mes de abril se había cerrado inesperadamente ahora entre los rosales cercados de la plaza de la Cava, bajo la mirada noble de un toro al que yo había sentenciado a muerte y ahora él me perdonaba la vida.

Era Viernes Santo cuando conocí a “Valenciano” era en el cercado de sementales de Victorino Martín. Era un toro guapo y negro. Era un sultán soberbio con harén de vacas. Le habían librado de la honra de morir en la plaza a cambio de la responsabilidad de llenar de sangre brava toda la dehesa. Se me antojó decir que estaba “fuera de tipo”, que no podía ligar, que de aquel toro no podía nacer nada bueno.

“Valenciano” era, como ya he dicho, negro y guapo, serio de pitones, ancho de pecho, de lustrosa estampa. Yo creí que un semental de esta ganadería tenía que ser cárdeno en vez de negro, más agalgado, más fino de pezuña, más veleto de pitones. El ganadero me atajó que había sido bravo y noble en la tienta. Pero no bastaba. Se me había metido en la cabeza que no era un buen semental, y el ganadero decidió salir de dudas aquella misma mañana. “Vamos a meter ocho hijas suyas. Y mañana otras ocho.” Las había eralas, utreras y cuatreñas. Ninguna de las dieciséis fue capaz de salvar a su padre. Las dieciséis parecía que estaban de acuerdo en confirmar la sentencia, porque “Valenciano” estaba fuera de tipo. Y al terminar la tienta mandaron apartarlo definitivamente de las vacas y echarlo a un cercado con los cabestros

hasta que se lo llevara el carnicero. Yo creí que “Valenciano” estaba ya muerto. Pero el ganadero no quiso darle muerte de manso. Quiso que fuera aquí en las fiestas de San Juan, donde se le nublara la vista para siempre. Cara al público, sin el alevoso puntillazo atado a un poste.

EL QUITE DE LA ELECTRICIDAD

Ignoro si “Valenciano” supo alguna vez que aquel jersey azul que lo quebraba en la plaza con los maletillas era el crítico impertinente que una mañana de primavera lo había sentenciado a muerte. Hacía cuatro años ya que lo torearon y parecía no acordarse. No sacó sentido ni peligro. Allí estaban los maletillas sacándole pases y los indígenas lanzándole soplillos con las cerbatanas. El toro embestía a todos sin ganas de herir a nadie. Cuando alguien hacía una temeridad y se acercaba demasiado, desde el Ayuntamiento apagaban la luz y la cornada se quedaba seca, al quedarse el toro en tinieblas. Es curioso este quite de la electricidad en Coria. De pronto la plaza se queda a oscuras. El toro se para y cuando se encienden los focos yo no hay nadie a su alrededor.

Allí estaban los ocho años soberbios de “Valenciano”, con su andar templado y sus seiscientos kilos. Cuando sonó la tercera campanada se fue calle abajo hasta el palacio de los Sánchez Maza y de allí al atrio de la catedral. Se asomo curioso al palacio del obispo, pero allí vive ahora un barbero, porque el obispo está en Cáceres desde hace bastantes años. Se fue por la calle del Seminario (que tampoco es Seminario ya), y cuando se paraba a tomar resuello en cualquier esquina las buenas mujeres le tiraban agua desde los balcones. El toro sentía un alivio con aquella frescura y miraba hacia arriba agradecido, mientras los mozos maldecían a las buenas mujeres porque con el agua se resbalaban al correr.

Desde los portales y ventanas comentaban las gentes: “Este toro es medio curato, no sale de la catedral”. Porque a “Valenciano” le gustaba el atrio y la fachada plateresca. Le gustaba que lo engañaran aquellas gentes que cuando lo veían venir se subían por los relieves de piedra de la fachada o lo desafiaban timoratos desde el otro lado de la mampara de piedra. Hasta que el toro se hartó. El sabía que no podía saltar aquel muro de cantería. De todas formas, debía intentar algo para que no le faltaran al respeto, y cuando le volvieron a llamar se fue derecho al muro, que le llegaba justo a la badana.

Llevaban allí las piedras más de cinco siglos y de un pechazo  arrancó cuatro a cuajo y dejo un portillo. Más abajo repitió la hazaña. Así nadie podía decir que era un curato. Porque entre los cientos de canónigos que pasaron por aquí ni uno solo se atrevió a mover lo que tan bien hecho dejaron los maestros canteros el siglo XIV.

ME PERDONO LA VIDA

Después, “Valenciano” se fue por la calle arriba de los Paños, pasó junto a la iglesia de Santiago y buscó la puerta de la muralla por donde había entrado. “Valenciano” tenia nostalgia de las vacas de Monteviejo, cuando se encontró con aquella otra muchedumbre que estaba curioseando en la plaza de la Cava. El Ayuntamiento había puesto una alta cerca de alambre de espino para que nadie estropeara las rosas del jardín.  Había unas leves escaleras. Manchi y unos cuantos que estábamos ya agotados de correr al toro por la calle del Seminario nos metimos entre esas doscientas personas que calculaban la imposibilidad de que hasta allí llegara el toro. “Valenciano” miraba suplicante la puerta de la muralla por donde lo habían encerrado. Y en medio de su soledad nadie se atrevía a pisar su terreno para desafiarlo. Desde lejos, tras de la alambrada de espino, el griterío era ensordecedor. Desde allí todos se sentían con derecho a burlarse de su lejanía. De pronto el toro se fijó en la muchedumbre y descubrió la breve escalinata de subida. Y aquello fue el pavor. Cuando “Valenciano” arrancó, los que deberían haber salido tenían miedo por si se volvía, de modo que se organizó un gigantesco tapón, donde el pánico hacía imposible cualquier intento de ponerse a salvo.  Había que elegir entre quedar destrozado por la avalancha contra el alambre de espino o dejarte atropellar por el toro. Yo solo sé que me escapé de la alambrada. Sentí que la muchedumbre me llenaba de golpes. Volví la cara y vi que ya estaba el toro a punto de tirarme el derrote, pasando por encima de una masa de gente que yacía enracimada en el suelo. Me tiré sin pensarlo. El toro se abalanzó sobre mí y sentí el dolor horrible. Sentí la pantorrilla machacada. Sentí como una pezuña me pasaba rozando la oreja y se clavaba seca en el cemento del piso. Vi a “Valenciano” por abajo. Lo vi mirarme en mitad de la madrugada y lo vi marcharse detrás del último fugitivo. Perdí una zapatilla y gané la vida. Seguramente si “Valenciano” hubiera tenido conciencia histórica se habría parado a rematar. Pero “Valenciano” no sabía que al día siguiente los periódicos iban a decir: “Alfonso Navalón, muerto por un toro de Victorino en las fiestas de Coria.” No sabía que seguramente allí mismo el Ayuntamiento colocaría un azulejo dando fe de los hechos. Pero yo creo más bien que “Valenciano” era un toro agradecido. Seguramente en sus largos años de padreador oyó comentar a los vaqueros: “Hay un crítico en Madrid que nos pone bien a los toros de la casa.” O seguramente me quiso agradecer esta desesperada oportunidad de morir como bravo entre las murallas de un pueblo históricamente bravo a terminar achacoso, rodeado de vacas viejas, desdentadas y legañosas.

LA ENFERMERÍA

Bartolo, el abanderado, me llevó hasta la enfermería. La puerta está llena de guardias. La enfermería está en el antedespacho del alcalde. Detrás de mí viene una mujer con la cabeza partida. El tajo le llega desde la frente hasta la nuca; me duele la pierna horriblemente Se ha hinchado tanto que parece que la piel va a reventar. Me duelen los brazos y el pecho. Me duele todo llega el practicante a curarme. (La mujer primero.) Veo cómo la tumban en el hule de la mesa. Veo la horrible cortadura. Dicen que no ha sido el toro, que se cayó de una ventana al verlo. Cojo gasa, algodón y un frasco de mercurocromo. Entro con Bartolo en el despacho isabelino del alcalde, y empiezo a curarme solo. Los gritos de la mujer son impresionantes. “Le ha roto nada más que el tocino”, dice Bartolo para explicar que la herida no es profunda. Para ganar tiempo la están cosiendo a lo vivo. “Paciencia, mujer, que no es na.” Yo no quiero irme a la cama sin ver morir a “Valenciano”. Cuando salgo está esperando otro muchacho de Moraleja. Tuvo peor suerte. La avalancha lo estrello contra la alambrada. Se tapó la cara con los brazos instintivamente. El espino se le clavó en los brazos y en el pecho. Los tiene desgarrados de arriba abajo. De la muñeca hasta el codo hay surcos largos con la piel rajada. Viene sin pantalones. De los pantalones, nunca más se supo. El toro ni lo había rozado.

Hasta hoy no conocía el peligro de una masa enloquecida por el terror por escapar.

Viene la guasa. “Siempre coge a los forasteros. A los del pueblo no los coge…” Siento la obligación de puntualizar: “ A los del pueblo es imposible que los coja porque todavía no he visto a ninguno cerca del toro…” Sigue la guasa: “Oye esta cogida no será como la del almendrero?…” Resulta que fue una cogida muy chusca. Era uno de los que vienen a las fiestas vendiendo almendras y dulces. Se hizo el valiente y salió a la plaza. El toro debió mirarlo y el hombre salió despavorido en busca de la tronera; con las prisas y el susto, se dio un golpe al entrar y quedó desvanecido. Al volver en sí, se palpó una pierna y gritó angustiado: “¡Qué corná llevo!” Cuando lo metieron en la enfermería y el médico le quitó los pantalones para reconocerlo, aquello tomo un desenlace desesperado: “¡Que lo lleven al retrete!” El bueno del almendrero había confundido sus excrementos con la sangre…

LA SENTENCIA

A las siete de la mañana, José Mari Echávarri ha puesto ya el punto de mira frente al testuz de “Valenciano”. Suena el tiro y se hace el silencio. Los que están a la otra esquina del pueblo saben cuándo “Charri” acertó. “Valenciano” sacude levemente la cabeza. Sobre el ojo derecho asoma un hilo de sangre. El toro retrocede, y cuando los primeros curiosos dan un paso, arremete otra vez calle adelante. “Charri” le echa la culpa a la munición del momento. Frente al seminario dispara otra vez. “Valenciano” pega un bote enloquecido y se lanza contra las gentes. “Charri” le echa la culpa a la munición. Frente al casino de la Concordia suena el tercer disparo. “Valenciano” dio un vuelco seco y se queda tumbado atravesando la calle. Como una jauría jubilosa, los mozos se suben encima. Lo pisan. Cantan. El griterío sube por encima del vaho de la mañana. De pronto, “Valenciano” se levanta y sigue caminando, dejando regueros de sangre. “Está muerto”, dicen, pero nadie se atreve a faltarle al respeto. Al llegar a las Cuatro Calles, dispara otra vez “Charri” y “Valenciano” ya no se levantará más. El carnicero hunde el cuchillo en el pecho. Brota un chorro de sangre negra calle abajo, pero nadie se aparta. Un mozo se agacha, unta los dedos y se los lleva a la boca. Cantan los pájaros en la alameda del Árrago y llega el momento de ir a tomar los churros y la cama. Cachicá sigue con su tambor a cuestas, pero ya nadie tiene ganas de bailar. Victorino me mira como si entre los dos acabáramos de hacer algo malo. “Desengáñate, Victorino, estaba fuera de tipo…”

Pero en el fondo me queda también un lejano remordimiento. “Valenciano” era negro y guapo. “Valenciano estaba una mañana rodeado de vacas cárdenas, cuando ya le señale con el dedo. Me apoyo en Bartolo y en Victorino para llegar hasta el hotel. Por la pantorrilla me escuece un costrón de sangre seca, como la mordedura de un perro…