Sentir el Campo Charro es impregnarse de un paraíso de la naturaleza. Con sus llanuras y encinares que abren paso a las aguas del Yeltes y el Huebra, ríos que lo personalizan y son otro sello de su identidad. Es pasear en la soledad entre de sus caminos, que ahílan pueblos y valles hasta asentarse a la caída de la tarde para disfrutar del crepúsculo que trae el espectáculo de las dos luces, justo en el momento que el sol se esconde en la Lusitania, para seguir iluminando las américas.

El Campo Charro con sus pequeños pueblos, salteados y cercanos, vecinos y solitarios, clava las raíces de su historia en el fondo de los siglos. Con su identidad propia, sin que hubiera valeroso osado en arrebatarla a unas gentes de espíritu noble y carácter apaciguado, pero que arrebujan la frente si alguien los avasalla para defender la grandeza de su historia. Y de ello tienen el ejemplo de Julián Sánchez, aquel vaquero de Peramato, pedanía de Muñoz, a quien apodaron El Charro y fue el terror de las tropas napoleónicas durante la francesada.

Desde cualquiera de sus rincones nadie se cansa de ver sus horizontes y por medio llanuras diseccionadas con la autovía, un camino de modernidad o el ferrocarril, que corren paralelos tantas veces. Aunque más nostálgico y entrañable es el viejo camino de hierro del Tren del Duero, la vía de Barca, suspirando por volver a escuchar el sonido del tren rompiendo el silencio entre los encinares, lejanas ya las estampas de los pastores alzando la cayá para saludar a los viajeros; o los carboneros, con la cara ennegrecida, mirando de reojo el paso del tren.

Es el Campo Charro del Yeltes que llega de regar Puebla, Aldehuela, Alba, dándole a todos apellido, para seguir por Castraz, Sepúlveda –con su joya de ermita templaria-, Pedraza y continuar por El Collado, en fincas donde tantos toros bravos beben de las aguas del río; de aquí, a Retortillo y soñar en su preciosa plaza del torreón y el juego del pelota, con una charrada del tío Frejón, leyenda de los folcloristas, mago de la gaita y el tamboril. Yeltes adelante se alcanza el balneario de Retortillo, un paraíso de la salud que muestra toda la belleza del Campo Charro, con los viejos encinares llenos de vida, sus sendas para perderse, con los molinos milenarios en un río encajonado que de ahí sigue a Villares. Y después, ¡Villavieja!, bajo el mando de su Virgen de Caballeros, guardiana en su cofre del mejor legado de las tradicionales de la tierra con ese baile del cordón que refleja el sentimiento y espiritualidad de la charrería.

O la ribera del Huebra, nacido en las faldas del pico Cervero y da nombre a una noble y generosa comarca, La Huebra, que baña amplios parajes con pueblos como La Sagrada, cuna natal del gran atleta Álvaro de Arriba, ilusión de esta tierra que siempre alienta sus zancadas en busca del triunfo y en cuya iglesia se guarda un monumento tan desconocido como es el sepulcro plateresco de doña María Ordóñez de Villaquirán, esposa del contador mayor de Castilla; muy cerca, una parte del palacio del conde de Las Amayuelas, lugar de veraneo de Antonio Maura, quien fuera hasta en cinco ocasiones presidente del Consejo de Ministros. Más abajo, dejando atrás Buenabarba se alcanza San Muñoz. Para pastos y labor, San Muñoz, con una monumental iglesia alzada en lo alto del pueblo y un torreón precioso, que parece sacado de un lienzo de un Sorolla.

Ese Huebra, edén de pescadores. Es el Huebra cangrejero y tenquero o de esas exquisitas sardas que nunca han desaparecido de sus caozos y, en esos pueblos, tiene auténticos maestros para su pesca, más que en ninguno en Pelarrodríguez, en Pelayo, al que bordea y desde allí enseguida alcanza los baños de Buenamadre con la fuente calda de la poza que invita a sumergirse en sus templadas aguas cualquier día del año. Gracias a esas aguas tan finas, Buenamadre fue lugar de retiro y descanso del obispo de Salamanca, que allí tenía su palacio y muy cerca pasa el regato Tumbafrailes, tan bravo en las tormentas que en una crecida arrastró a los miembros de una congregación religiosa que acudían a visitar el prelado. Río adelante se alcanza, a través de Rollanejo, El Cubo de don Sancho, con una señorial fortaleza y pronto entre ondulaciones del terreno, junto a algún roquedal Ituero, donde ahora ha vuelto a resurgir un viñedo que produce exquisitos caldos y Pozos de Hinojo, en plena Mesopotamia del Yeltes y el Huebra antes de la junta de ambos, muy cerca del puente del Yecla. En ese Pozos, lugar histórico donde pastaba la ganadería de Manuel Francisco Garzón, con sus toros de sangre Contreras, la leyenda de Santiago Martín El Viti, el más grande de nuestros toreros y símbolo de la charrería, comenzó su andadura torera. Y cerca ha quedado Cipérez, pueblo de emprendedores que tiene a Fabián Martín, antiguo emigrante, ejemplo de quienes luchan contra la llamada España vaciada.

Y al otro lado, La Fuente de San Esteban, tierra cerealista, de infinitos cielos roturados por la estela blanca de aviones que van o vienen por esos mundos, cruce de caminos para soñar con toreros grandes, añorando a Paco Pallares, Juan José, Julio Robles… e ilusionados con Alejandro Marcos, esperanza de futuro con su toreo clásico. La Fuente, con su espíritu acogedor, invita los domingos a pasear por sus plazas para disfrutar de un mercadillo semanal, ya con más de cinco siglos de historia tras la dispensa aprobada por Isabel la Católica para las villas de Medina del Campo y La Fuente de San Esteban.

Cerca Boada, señera en un privilegiado teso que es un mirador de toda la llanada charra. Desde la villa de Tamames, capital de La  Huebra apegada a la fama que tuvieron sus pucheros y la generosidad de sus gentes, frontera entre las llanuras y las primeras estimaciones serranas; muy cerca, las tierras rojas de Cabrillas y Sepulcro Hilario, con el viejo prestigio de sus tejares; de Sancti Spíritus, con su polígono que mira a un mañana esperanzador; de Martín de Yeltes, con su solera ganadera, al que aún muchos aún denominan Martín del Río, con su arraigada solera ganadera y el símbolo de la finca Campo Cerrado, en tiempos la que más toros bravos criaba de España; al otro lado Aldehuela de la Boveda, Robliza de Cojos, cercano a un rincón tan fértil que llaman la Armuña chica y a tiro de piedra, Matilla de los Caños, con la fama de su leñadores, quienes antes de abrir un nuevo día empiezan su trabajo. Es el Campo Charro puro, el que venera al Cristo de Cabrera, que reina entre las encinas; tan cerca del precioso santuario la Virgen del Cueto, la virgen más charra -junto a la Nuestra Señora de los Remedios, en Buenamadre-, con los fondos rotos por la silueta de La Peña de Francia.

Y si el hambre pide al caminante que haga un alto en el camino no hay mejor lugar para disfrutar una gastronomía tan variada. Porque el hambre se mata con unas  tencas, en Aldehuela de Yeltes; un gallo cocinado en Castraz, o en Muñoz; un tostón cuchirito, en Cabrillas o Diosleguarde; un cocido, en Tamames; bacalao y carnes rojas, en La Fuente de San Esteban; un solomillo, en Boardilla; ternera, en Aldehuela de la Bóveda; un plato de jamón, en Vecinos; exquisitos embutidos, en Martín de Yeltes; hornazo, en Sancti Spíritus o en Sando de Santa María, regado con tinto de Ituero de Huebra, acompañado del exquisito pan que se cuece en las tahonas que aún se conservan y de postre unas obleas, de Cipérez.

Es el Campo Charro, con sus llanuras y encinares, un paraíso de la naturaleza, entre la soledad de sus caminos que ahílan los pueblos.

Paco Cañamero