Cuarenta años atrás, Sevilla, vivía un luminoso Domingo de Resurrección. La corrida de la tarde, desde hacía unos pocos de años, ya era el gran lujo de la temporada hispalense. Cartel de marcada sevillanía en ese escenario perfumado por el azahar de los naranjos en primavera, de los soles que abren el definitivo telón al buen tiempo y adornan de gala al acontecimiento. Esencia de Manolo Vázquez, embrujo de Curro Romero y la bienvenida de Juan Mora para tomar la alternativa y recibir el testigo artístico del que viene avalado.

Juan Mora, placentino y emigrado a Sevilla por mor de los negocios taurinos de su padre –el gran Pepe Mirabeleño-desde muy niño respira los aires taurinos de esa bendita tierra. Y ya no quiso ser otra más que torero, tanto que incluso la primera rivalidad la tiene mucho antes de debutar de corto en La Algaba. Fue en los Salesianos de Triana, en la etapa de escolar, cuando su compañero de pupitre lo miraba de soslayo. Poco después aquel compañero –Emilio Muñoz, en los carteles- fue un torero grande, con esencia belmontista y sabor barroco, muchas veces compañero de cartel y, siempre, amigo fiel.

El hijo de Mirabeleño llegaba hecho y con amplio rodaje a ese momento tan especial. Con cientos de novilladas y dejando esa esencia de arte que tanto comentaban aficionados y profesionales. Atrás quedan los entrenamientos en la placita del Canelo, de Santiponce, en la misma que presenció cómo Paco Camino se preparaba para su reaparición; también las veces que acudió a La Maestranza y vio triunfar a S. M. El Viti, ya en el final de su carrera –a ese Viti que conoció de niño la vez que acompañó a su padre a la finca del maestro para compararle una corrida-; el arte de Manolo Cortés, la tarde que puso abajo La Maestranza con el capote; los consejos de Rafael Ortega, quien toreó con más pureza que nadie y fue un as de espadas; las charlas en el complejo Piscina Sevilla, donde escuchaba a los grandes peones de la capital hispalense; la admiración por su padrino Manolo Vázquez… todo en medio de una larga carrera novilleril donde sembró todo lo que vendría después.

Aquel tres de abril de 1983 llegó al patio de cuadrillas Juan Mora, de reluciente blanco y oro, con la sonrisa de sus veinte años, de novillero figura. Como padrino Manolo Vázquez, el maestro del sevillano barrio de San Bernardo que vivía una reaparición soñada y ¡por fin! su tierra se le había entregado para darle su verdadero sitio y quitarle el antiguo sambenito de “el hermano de Pepe Luis”. Y testigo Curro Romero, palabras mayores, ya en su alianza íntima con esa fecha tan taurina en La Real Maestranza. En los corrales toros de Carlos Núñez y Arriadito es el de la ceremonia, frente al que dejó la semilla de su sabor artístico el nuevo matador.

Fue el inicio de la grandiosa carrera de un artista que supo beber de las aguas más cristalinas del toreo. De quien acabó siendo una referencia y, herrado con el sello de maestro, goza de la distinción de ser el último lujo de este arte. De un hombre que se vistió de luces para dignificar y hasta un año mató entera la camada de Victorino tras cuajar a la perfección a un toro de esa divisa en Valladolid. Una faena histórica, aún recordaba en la capital castellana.

Son cuarenta años. ¡Casi nada! Cuatro décadas de un espejo que interpretó tantas veces como todos sueñan. De un hombre noble que ha sabido cultivarse en los caminos de la vida. De quien una tarde lluviosa de la feria de Jaén nos puso en corazón en un puño tras sufrir un cornalón que estuvo a punto de apagar la llama de su vida. De Juan Mora, torero y señor, que tantas veces nos ha apasionado con la magia de su arte. De quien hace grande a la Tauromaquia y, justamente hoy, hace cuarenta años recibía la alternativa. FELICIDADES.

Paco Cañamero.