Las cosas no cuadran. Realmente en un mundo tan particular como el taurino nunca han cuadrado, porque dos y dos nunca fueron cuatro. Pero se va tirando por la grandeza y emoción que despierta el espectáculo con las metas puestas en un horizonte más limpio. Más puro y que resucite la Fiesta de la emoción, verdadero motor de la Tauromaquia.

Hoy la Fiesta sigue herida, desangrándose y nadie es capaz de suturar esos jirones que conducen a que cada vez más gente mire para otro lado; especialmente a una juventud que, en su mayoría, da la espalda y el malestar es evidente en una afición que no cuenta para nada, porque la figura del aficionado prácticamente ha desaparecido. Ahora es una masa de público, muchas veces tras el éxito de un torero –que cuando se desinfla desaparece- domesticado para aplaudir, dócil y engañado, al que han dicho la sandez que hoy se torea mejor que nunca; al que venden oro que realmente no es más que bisutería de oropel. Engañado por una parte de la prensa vendida al servicio del triunfalismo –un mal gravísimo- y que convierten las medias entradas en casi lleno; llaman maestro a todo quisqui vestido de luces; se olvidan de los silencios y de las broncas –que siempre fueron muy toreras- y ensalzan en un claro engaño al lector, oyente o televidente. Ahí está el ejemplo del canal taurino el daño que hace al maleducar a quien escucha a sus especialistas, cuando un bajonazo lo dan por espadazo o cuando increpan a presidentes por no dar orejas, cuando realmente debe ser un silencio. ¡Cuánto se echan de menos los comentarios de Antoñete, Andrés Vázquez, Bernadó!, siempre sinceros y sin paños calientes.

Ante la situación hay que ser serio, obrar con sensatez y denunciar tantos abusos que se están adueñando y es la única manera de erradicarlos. Durante estos dos años de pandemia hemos estado tapados, pero ello no era ningún burladero para ver que los taurinos seguían manteniendo los errores de siempre. El medio toro -ya no hablamos del afeitado y las bolitas-, el mencionado triunfalismo que es un mal gravísimo, la indultitis, el desorbitado precio de las entradas y los desnortados palcos, algo donde hay que intervenir ya para que allí se sienten personas competentes y conocedoras. Porque hasta Sevilla o Madrid, que siempre fue adalid de la exigencia, parecen portátiles al uso. O un Benidorm cualquiera, que la plaza de esa villa turística se llevó de calle esta fama desde los del franquismo cuando el primero de mayo se programaban corridas con El Cordobés (Benítez, el de verdad) para que la gente no fuera a las manifestaciones y el palco regalaba los máximos trofeos al final de cada faena. De ahí quedó esa fama de esto parece Benidorm, que surge en las ya habituales tardes de tantos triunfalismo.

La realidad es muy grave que deja un futuro tan incierto que puede poner fecha de caducidad a la Fiesta después de que los taurinos, con sus malas artes, no dejen de dar argumentos al Gobierno central, que claramente está en contra de la Fiesta y acabe ocurriendo como en Cataluña, cuyo final sabemos todos, pero a los muy poquitos que lo denunciamos desde años antes nos tildaron de locos, antitaurinos o derrotistas. ¿Quién tuvo razón al final?

Lo acabamos de ver con la feria de Sevilla, donde la solera de su prestigio y la sensibilidad de esa plaza se los ha llevado el desagüe de los tiempos para dar paso a un público que ha perdido la esencia del que tuvo esa plaza, donde ya abundan los voceras del gin-tonic y que se emocionan con unas manoletinas, que sacan por la Puerta del Príncipe a cualquiera –en el último ciclo solamente la mereció Daniel Luque- y a la hora de la verdad fueron incapaces de ver la esencia de Morante de la Puebla, digno heredero de la grandeza que atesora la escuela sevillana, a quien dieron de lado siendo autor de las tres mejores faenas del ciclo –y de dos de ellas ni se enteraron-.

O el actual caso de Madrid, con el saldo de puertas grandes verbeneras, o de orejas que son más casquería barata. Madrid necesita otra revolución, como aquella llegada tras el rabo de Palomo Linares que dio tanta seriedad a la plaza y donde tanto tuvieron que ver críticos de la solvencia de Zabala, Vidal, Navalón -el que más, en ese momento-, Mariví Romero… para devolver el prestigio y la seriedad que nunca debió perder Las Ventas. Porque el actual palco es una vergüenza y a todos sus inquilinos hay que echarlos, de lo contrario la decadencia va a ser inmediata y rápida.

El mal se ha generalizado y la pandemia, tristemente, no ha servido para poner orden. Ahí está otro caso que es de juzgado de guardia. La nueva matillada –otra más, y va…- de la recién finalizada mini feria de San Pedro Regalado, la feria chica de Valladolid, donde para cualquiera que no esté al tanto de la verdadera lectura de los festejos son dos triunfos grandes con todos los toreros por la puerta grande. Sin embargo la realidad está en las antípodas de ese triunfalismo que disfrazan los taurinos a los espectáculos mediocres. En Valladolid se lidiaron, especialmente el segundo día, un saldo gatuno impropio de una plaza de capital de provincia y que atesora tanta tradición, como la del paseo de Zorrilla; la gente pitó e incluso muchos abandonaron sus tendidos de la plaza al ver ese circo, donde nada más caer el toro gatuno, el presidente –en una enorme lección de ineptitud para el cargo- sacaba los pañuelos, muchas veces entre pitos e indignación de los buenos aficionados. Al final, casi caída la noche, los toreros salían en hombros, mientras que entre la gente se adueñaba la indignación ante el engaño. Y lo más grave, con el sentimiento unánime de decir: El próximo año que vengan ellos, o que venga Rita, que esto no se ríen más de mí, ni de mi cartera. Y es que, en cualquier otra época, ante ese engaño tan manifiesto, el público se lanza al ruedo para denunciar tanto fraude y tratar de frenar tantas tropelías. Las mismas que están poniendo fecha de caducidad a la Tauromaquia.

Porque las cosas no cuadran y menos en un mundo tan particular como el taurino, donde dos y dos nunca fueron cuatro.

Paco Cañamero