Veinte años no es nada decía el genio de Carlos Gardel en el tango Volver, el icónico tango que es a la música casi lo que Julio Robles fue al toreo. Veinte años quedan atrás desde aquella tarde, cuando justo a la torera hora de las cinco, nos dejó Julio y desde entonces quedamos huérfanos de tan grandioso personaje. Dos décadas de quien fue un símbolo de la Tauromaquia, aunque bien es cierto que Robles tuvo dos muertes. La primera, la artística, cuando Timador, el cayetanomuñoz que lo volteó sobre las arenas de Beziers aquel 13 de agosto de 1990 y su cogida sucumbió en los pilares de la Fiesta como un terremoto.
Porque era el adiós de aquel torero tan artista, tan capaz, tan variado, tan completo, el que supo dominar todas las embestidas y alzó su nombre a la categoría de maestro (Robles lo fue de verdad, no ésta nefasta moda actual de llamar maestro a todo el que viste de luces). Después la siguiente muerte, la definitiva, llegó el catorce de enero de 2001, recién estrenado el nuevo siglo y ya desde entonces, el grandioso torero salmantino ocupa un lugar en el Olimpo de admiración. Y de añoranza.
Escribo esta crónica dejándome llevar por la emoción y sin rememorar ningún hecho concreto, solamente el sentimental, porque Julio fue un toreo de letras, nunca de números y odiaba las estadísticas. Me dejo llevar hasta asentarme en la rama de veinte años atrás y los recuerdos con Julio Robles permanecen inalterables, como si el tiempo no se hubiera dado tanta prisa en deshojar calendarios. Desde entonces, todos los días rememoro alguna faena, vivencia, anécdota de él, se improvisa alguna tertulia con profesionales o aficionados alrededor de la figura de Julio. ¡De Julio Robles!
De su enorme página artística, de su capote que dibujaba verónicas de oro y su muleta donde surgió la profundidad del más puro natural. De aquella rivalidad que tuvo con El Niño de la Capea y hasta los seguidores de uno u otro se pegaban por defender los intereses de su admirado. Porque en aquellos años en Salamanca había que medir muy bien con quien se hablaba de toros y donde para que la sangre dialéctica no llegase al Tormes. De los quites con Ortega Cano, cuando Las Ventas se caía por la emoción y los olés se escuchaban hasta más allá de Carabanchel, en la de la otra orilla del Manzanares.
En Beziers se nos fue el torero y uno quedó como barco desarbolado, o como un náufrago a merced de las corrientes. Con Julio siempre presente la vida siguió, aunque estaba en la memoria de tantos viajes y corridas en Salamanca, Valladolid, Madrid, Gijón, Plasencia, Palencia, Zamora, Ávila, Badajoz… en los mejores años de nuestra vida, cuando se derrochaba juventud. Era la época de aquel Julio que llegaba al patio y, antes de que los hombres de cuadrilla le vistieran con el capote de paseo no dejaba de hacer asparabanes con un personal juego de hombros y cuello. Era el símbolo de la motivación y responsabilidad ante un nuevo reto, porque si además, en esos momentos tenía hinchadas las yugulares, era la señal inequívoca que se iba a comer el mundo. Y se lo comió con una interpretación cada vez más aplomada, más sosegada y templada, lejos de las prisas imperantes en los años que luchaba para ser figura.
Después de su muerte artística dejó un hombre con más poso y temple que regaló cariño y amistad a quien se acercó a él. Aquel Julio que era feliz rodeado de su gente, con sus aficiones de siempre y en la paz de ese Campo Charro del que acabó siendo otro símbolo. Y donde su nombre, el igual que en todo el mundo taurino, está en ese pedestal reservado únicamente a los más grandes. Porque en Volver cantaba el genio de Carlos Gardel que veinte años no es nada y ahora, esta noche de lunes, escucho emocionado esa hermosa canción que es a la música lo mismo que Robles a los ruedos.
Paco Cañamero