Pedro Algorta es uno de los dieciséis sobrevivientes de la tragedia de los Andes, -ahora solo quedan quince puesto que Javier Methol murió hace pocas fechas- uno de aquellos héroes que, cuarenta y nueve años después, ha sido capaz de reencontrarse con su recuerdos para narrar un libro apasionado y, sin duda, apasionante de cara a sus lectores. LAS MONTAÑAS SIGUEN ALLÍ, nos dice Algorta en su título, tan metafórico como real.

Nunca hubieran imaginado aquellos muchachos jugadores de rugbi que viajaban desde Montevideo hasta Chile la fatalidad que el destino les tenía preparada. Aquel trece de octubre de 1972 marcaría sus vidas para siempre, fecha en la que el avión de las fuerzas armadas uruguayas se estrellaba en los Andes. Una odisea que rememora Pedro Algorta en su libro con precisión milimétrica; va uno leyendo su libro y el lector, sin pretenderlo, se siente identificado con el dramatismo de la historia; es decir, Algorta, nos lleva de su mano para que junto a él, todos “vivamos” aquella experiencia tan horrible.

Recuerdo el año 1974 en que, Piers Paul Read, un narrador francés escribió el mítico libro ¡VIVEN!, que batiera todos los record de ventas puesto que, la temática daba para eso y mucho más. Gracias a dicho libro conocimos la auténtica dimensión de todo lo que supuso para aquellos hombres, una catástrofe tan inenarrable. Más tarde, hasta se llevó al celuloide la hecatombe de los Andes, documentos todos que ha quedado para los anales de la historia, la que Pedro Algorta ha querido rememorar tras tantos años de silencio con la magia de su pluma y las emociones de su corazón.

LAS MONTAÑAS SIGUEN ALLÍ, se editó hace muy pocos años para Europa puesto que, como se sabe, anteriormente se había editado en Argentina y Uruguay obteniendo un éxito de clamor, algo que se ha ocurrido en España una vez que dicho libro vio la luz.

-¿Por qué esperó tantos años, señor Algorta, para narrar en un libro una experiencia única como inolvidable como la que usted vivió?

Tras salvarme de aquella catástrofe, nunca me sentí héroe; es más, mi vida discurrió con total normalidad. Me sentía incómodo hasta que los demás me vieran como dices tú, como un héroe; piensa que, muchas veces, nos agasajaban a los supervivientes y en varias ocasiones yo asistía a dichos eventos como público, es decir, mezclado entre las gentes porque me abrumaba. Sin embargo ahora, con la mente tan lúcida como entonces y con la perspectiva del tiempo pasado, he creído que era el momento adecuado. Al respecto, han sido innumerables las conferencias que he dado por el mundo; quizás un poco animado por ello, decidí contarle al universo, con todo detalle, aquello que allí vivimos.

-Y se lo digo porque, su libro, LAS MONTAÑAS SIGUEN ALLÍ, no deja de ser el mejor libro de autoayuda que he podido leer en mi vida. ¿Lo escribió como satisfacción personal o, como le digo, pensando en la salvación de muchas personas que tanta falta les hará su narrativa aleccionadora, toda una terapia para el cuerpo y alma?

Yo diría que como un legado de lo que representó un pasaje de mi vida. Sin duda se trató de una experiencia única que, posiblemente, narrada como lo hice, les pueda servir a muchas personas. Y sí, como dices, me cabe el orgullo aquello de dejar para la posteridad un relato estremecedor. Algo que yo no busqué jamás, pero que tuve que vivir, nunca mejor dicho porque en realidad, aunque nos salváramos en primera instancia, allí estábamos todos condenados a muerte.

-¿Qué se siente, Pedro Algorta, cuando uno se convierte mundialmente famoso sin desearlo?

Pienso que, los que salimos de aquel atolladero, tras regresar a casa, en dicha montaña quedaron enterrados para siempre nuestros egos;  hablo por mí, pero sin duda, por todos los compañeros. Nunca quise ser famoso; conocido en algunos foros sería la definición correcta; pero no olvidemos que hice mi vida, la construí y armé, con toda la naturalidad del mundo; en algunas de las empresas que dirigí, mucha gente me conocía por el trabajo, pero no sabían de mi vida pasada, algo que tampoco iba yo contando de puerta en puerta.

-Ser un superviviente de aquella tragedia sin calificativo, a lo largo de su vida, ¿le ha beneficiado o le ha perjudicado?

Es como antes decíamos; pienso que ni lo uno ni lo otro. En primera instancia, en aquellos años de nuestra juventud es cuando tuvo lugar aquella tragedia, lógicamente, nos reclamaban los periodistas desde muchos lugares, aunque poco a poco fui recobrando la naturalidad, hasta el punto de hacer una vida común y corriente, como cualquier mortal que estuviera a mi lado.

-Tras estrellarse el avión y salir con vida, en aquel instante ¿qué pensó?

Ya lo he contado infinidad de veces y lo detallo con precisión en el libro. Tuve una mezcla de sentimientos muy difíciles de explicar; no podía creer el holocausto que estaba viviendo; por otra parte, me sentía vivo, al igual que otros compañeros; no entendía nada. La lógica decía que todos deberíamos de haber muerto. ¿Por qué estábamos vivos? Me preguntaba una y mil veces. Una situación tan extraña como inexplicable, pero de la que gracias a Dios salí con vida. Muchos de mis compañeros no pudieron decir lo mismo.

-Claro que, la dureza, lo verdaderamente trágico imagino que sería cuando usted, junto a sus compañeros, por radio, se enteraron de que habían desistido en la búsqueda del avión siniestrado. Dicen, señor Algorta, que en aquellos momentos fue usted el que les daba fuerzas a sus compañeros. ¿Cómo fue aquello, por favor?

Intenté ser  un pilar importante ante aquella tragedia en la que todos estábamos sumidos. Pero sí, la desolación se apoderó de nosotros cuando comprendimos por las noticias de la radio que ya nos dieron por muertos. Ahí se acabaron todas nuestras esperanzas. En aquellos días habían muerto ya otros compañeros y, como te digo, entramos en la fase de la desesperación, como le hubiera ocurrido a cualquiera.

-¿Sospechó usted alguna vez que allí resistirían setenta y dos días con sus setenta y dos noches?

No. Jamás. Es que de haberlo sabido hubiéramos muerto todos. Nos salvó la ilusión, el día a día, el creer que mañana sería un día menos, la convicción que todos teníamos porque no podíamos morir de aquella manera, puesto que si estábamos vivos después de la catástrofe, jamás perdimos la esperanza por seguir viviendo; pero sí, si alguien nos hubiera dicho que el plazo de resistencia tenía que ser del tiempo que en realidad fue, en aquel momento nos hubieran sentenciado a muerte. Yo creo que nos salvó la esperanza de que algún día seríamos rescatados, una esperanza que, en honor a la verdad la habíamos perdido muchas veces.

-¿Qué hubiera sido de todos sus compañeros sin usted y sin Nando Parrado y Roberto Canessa, al parecer, los auténticos artífices para consolar a sus compañeros heridos y desesperados?

Allí bregamos todos como auténticos héroes; no cabía otra opción. No teníamos otra elección que vivir o morir, dependía de nosotros; pero todos queríamos vivir, aunque muchos, como se sabe, murieron junto a nosotros; casi todos por las heridas que tenían, por la falta de fuerzas, por la desolación interna y, a no dudar, por el alud de nieve que días más tarde se nos vino encima puesto que, pese a todo, otro milagro ocurrió para que no muriésemos todos los que quedábamos con vida. A Nando Parrado y a Roberto Canessa, todo el grupo les debemos la vida. Como te contaba, todos pusimos mucho de nuestra parte, pero sin el arrojo de estos compañeros allí hubiéramos quedado como cadáveres; ellos caminaron por las montañas durante diez días hasta que encontraron al que sería nuestro salvador, el arriero Sergio Catalán, el hombre que avisó a las autoridades que los pasajeros del avión siniestrado, muchos, seguían con vida.

-Ciertamente, ante todo aquello, ¿de dónde sacó usted las fuerzas para sobrevivir ante aquella calamidad en que, como usted confesó, hasta tuvieron que ejercer de caníbales?

No había otra elección. Podíamos haber comida hierba, por ejemplo, de haberla habido; pero solo teníamos los cadáveres de nuestros compañeros y amigos que, como diría el Evangelio, hicimos buena la paráfrasis del Cuerpo de Cristo cuando vamos a comulgar. Era, o vivir de aquel modo o morir todos juntos; de nosotros dependía. Creo que hicimos lo correcto. Si por dos veces habíamos salvado la vida en la montaña, ante aquella decisión, seguro estoy que Dios nos iluminó y nos hizo fuertes para ello, sin duda, para que salváramos la vida.

-Imagino que, tras lo que usted vivió en los Andes, señor Algorta, intuyo que la depresión no ha tenido lugar en su vida; es decir, tras aquello, todo lo que le haya pasado en la vida imagino que usted lo habrá visto como una broma del destino ¿verdad?

La verdad sea dicha, tras una epopeya como la que vivimos, uno se cura de muchos males, nada es más cierto. A lo largo de mi vida he tenido que escalar muchas “montañas” como todo mortal, pero nada se puede comparar con aquellos aciagos días vividos en los Andes. A Dios gracias, como dices, la depresión no me visitó jamás; quizás la ahuyenté con mi forma de ser, sencillamente, la que me curtió para toda la vida aquella experiencia inenarrable.

-¿Cómo y de qué manera les cuenta su experiencia, única en el mundo, a sus nietos? Y se lo pregunto porque el relato puede ser tan desgarrador que quizás les hiera ¿verdad?

Ellos son pequeños y, lógicamente no están en condiciones anímicas para recibir semejante shock que para ellos podría suponer dicho relato; prefiero contarles otro tipo de batallitas, como cualquier abuelo, pero con la idea de hacerles sonreír.

-En aquellos larguísimos días perdidos en los Andes que, para mayor desdicha, ya se les dio a ustedes por muertos. ¿Cómo eran aquellos interminables y macabros días?

Inenarrables. No se puede explicar con palabras porque allí vivimos de todo; situaciones al límite las teníamos todos los días, especialmente cuando veíamos morir a compañeros que, hasta aquel instante conversábamos con ellos; todos teníamos la ilusión de seguir con vida, pero por momentos, la duda nos invadía; algunos, en su desesperación, teníamos que consolarlos; no sé cómo lo logramos, pero lo hicimos.

-¿Cree usted que se salvó por su fuerza, como es natural y lógico, o acaso tuvo mucho que ver la Providencia Divina para que todo resultara?

Sin duda la Providencia Divina es la que nos aportaba fuerzas para que nuestros cuerpos pudieran resistir; es cierto que la fuerza nunca nos abandonó. Es verdad que Dios nos dotó de una fuerza magnética, la que teníamos  y de la que no sabíamos que éramos portadores. Un hombre, en una situación al límite, saca fuerzas de donde no las hay.

-Fueron muchos días abandonados y olvidados por el mundo lo que ustedes soportaron pero, como diría el maestro Cabral, ¿cuánta «gasolina» les quedaba a ustedes en el tanque para poder resistir algún día más?

Creo que muy poca, esa es la verdad. No te sabría decir, pero sospecho que ya estábamos en las últimas; primero porque ya no nos quedaban fuerzas físicas y, para mayor desdicha, anímicamente estábamos destrozados; al borde de la muerte.

-Ciertamente, señor Algorta, en el libro lo narra usted todo con precisión milimétrica, por tanto, sobran mis palabras pero, a modo de curiosidad, ¿qué sintió usted cuando comprendió que les rescataban? Es decir, cuando vio usted el helicóptero que les llevaría hacia la vida.

Le dábamos gracias a Dios. Lo que era nuestra ilusión se tornaba realidad para nuestra dicha; no se puede explicar con palabras aquel momento. Pensar, como dices, que volvíamos a la vida nos llenó de alegría; una dicha que la mostrábamos con nuestras lágrimas.

-Como quiera que conversamos desde España, si no recuerdo mal, creo que ha estado usted algunas veces en nuestra patria para disertar, incluso como ahora para la presentación de su libro,  como no podía ser de otro modo, al respecto de LA TRAGEDIA DE LOS ANDES. ¿Cómo se le trató acá en las veces que usted vino?

Muy bien y, para mi suerte, hasta casi puedo considerarme un “español” de adopción, no en vano mis hijos viven acá, junto a ustedes. Por motivos familiares vengo mucho a España, algo que me hace muy feliz. Y aquí me encuentro ahora en una de los muchos viajes que hago hasta España.

-¿Qué percepción tendría su señora madre cuando ella siempre confió que usted estaba vivo tras el accidente? Y se lo digo porque, hasta su admirado padre llevaba ya el luto dentro de su ser tras tantos días sin usted.

Lo que puede sentir una madre es algo indescifrable. Como se demostró, su corazón le decía que volvería a ver a su hijo y como sabemos, el corazón no engaña.

-¿Siente orgullo por todo lo que hizo o pena por haberlo vivido?

Siento que hice lo que debía; no tengo pena al respecto, como tampoco me reprocho nada.

-Decía el maestro Cabral que, todo aquel que es capaz de vencer ante una tragedia, la que fuere, al final, se torna mejor persona. ¿Puede valer el axioma del maestro?

No sé si mejor o peor, pero sí más reflexivo y comprensivo ante los demás. Pensar que, por lógica, aquel día 13 de octubre de 1972 debería de haber muerto y ver que ahora, cuarenta y nueve años después, sigo conversando con el mundo, la dicha no puede ser mayor.

-A estas alturas de su existencia, tras todo lo vivido, en su peregrinar por la vida, ¿ha sentido miedo alguna vez? Y se lo pregunto porque, tras aquella epopeya con tintes de hecatombe que usted vivió en Los Andes, imagino que pocas cosas le habrán alterado el corazón. Y digo miedo como por ejemplo, volver a subir a un avión.

Si allí en Los Andes solo tenía dos opciones, morir o vivir, con el avión sucede lo mismo. Algunos compañeros, los menos, decidieron no volar jamás. Pero yo comprendí que si en Los Andes había salvado la vida por dos veces, aquello me decía que nadie se muere en la víspera; es decir, se muere cuando a uno le toca. Decidí, por lógica, que tenía que seguir volando, la prueba no es otra que todos los países que he visitado y, como antes decíamos, en todas mis visitas junto a ustedes en España por aquello de ver a mis hijos y nietos.

-¿Cuándo consiguió, por fin, tras aquella proeza sin nombre, poder conciliar el sueño como todo mortal?

El estigma lo llevaba encima. No era sencillo. Pero pudo más mi paz interior al verme vivo, al poder abrazar a todos los míos que los miedos internos que podían haberme quedado como secuelas. Reconozco que, tras regresar al mundo de los “vivos” muy pronto me adapté, si acaso por mi fuerza interior, la que me permitió sobrevivir.

-En honor a la verdad, ¿cómo se puede sobrevivir 72 días en aquellas condiciones que ustedes vivieron; heridos, sin comida, sin esperanzas, con muertos a su alrededor, sin alientos para nada……?

Como antes dijimos, la incertidumbre fue la que nos salvó. De haber sabido a ciencia cierta que tendríamos que vivir de aquel modo, aquellos interminables días, como te contaba, todos hubiéramos muerto. Cada día, irradiábamos fuerza para el día siguiente. Así, jornada tras jornada. Nos salvó la ilusión; ante todo, porque todos queríamos vivir, la prueba es todo lo que fuimos capaces de superar.

-En su casa imagino que será usted un héroe; en realidad en todo el mundo. ¿Qué dicen de usted su esposa e hijos? Imagino que les pasará igual que a mí al respecto de su persona, es decir será usted todo un icono para sus vidas.

No solo de pan vive el hombre, dice la Biblia. Es decir, mi vida, al margen de todo lo vivido ha discurrido con la misma normalidad que cualquier ser humano; trabajé como todos, construí mi vida, escalé distintas “montañas”, formé un hogar, pero como lo hiciste tú y millones de personas en el mundo. Lo vivido en aquellos días ya forma parte de mi pasado, sin duda, una página más de lo que ha sido mi vida.

-¿A qué tipo de lector le recomendaría usted la lectura de su libro? Yo diría que a todo el mundo le hará mucho bien, pero es usted el que debe de indicarnos.

LAS MONTAÑAS SIGUEN ALLÍ tiene una lectura tan amena que, imagino que le servirá a todo el mundo. Si queremos llamar autoestima lo que puede producir en el corazón de las gentes, seguro que acertamos. Son las vivencias de setenta y dos días aciagos, narrados en profundidad para que todos nos sintamos más humildes, yo el primero. Y te aclaro, como digo en el libro, que no se trata de novela alguna, la realidad de lo que allí viví, desdichamente, superó siempre la ficción que cualquier autor pudiera imaginar.

-Admirado don Pedro Algorta, añada todo lo que su corazón le indique. Muchas gracias y que Dios le bendiga.

Mi gratitud para ti puesto que, una vez más, otro español, ha reparado en mi persona y, de forma muy concreta para ponderar mi libro, muchísimas gracias.

 

Pla Ventura