«En el desolladero comprobamos que desafortunadamente el último puyazo, algo trasero, perforó la pleura del pulmón, provocando un gran destrozo y que el toro no recibiera el oxígeno que demandaba el esfuerzo que estaba realizando. Una pena. Hasta donde pudo nos hizo disfrutar».
Zahareño, gracias también a las explicaciones de su criador, es el mejor ejemplo posible para defender que picar bien a los toros tiene muchísima importancia. El fin de la suerte de varas, amén de comprobar la bravura del toro es que este sea sangrado y sea restada cierta parte de su temperamento. Ahormar la embestida, que se ha dicho siempre en el argot taurino. No hay más vuelta de hoja.
Pero existe un problema, y es que con la suerte de varas, una de las más bellas de cuantas existen en la tauromaquia, se llega muy a menudo mucho más lejos. O no se llega, que es igual de malo. Y no se llega porque el toro que se demanda en tiempos actuales está llevando a la suerte de varas hacia su desaparición. Pero ¿y cuándo salen toros con mucho poder y casta? Pues que se llega mucho más lejos de la frontera que marca la ética taurómaca y también el Reglamento: se masacra vilmente a los animales con puyazos traseros y en muchos cados paletilleros (los más dañinos) en los que se barrena y se mete el palo muchísimo más de lo que debería hacerse, provocando destrozos en los toros que les pasan mucha factura durante la lidia y les impide sacar lo que llevan dentro. Y las palabras de Santiago Domecq son una prueba irrefutable de ello.
A Zahareño no lo picaron tan horripilantemente mal como estamos acostumbrados a ver, pero tampoco le dieron tres puyazos perfectos. Manuel Bernal hizo bien la suerte, tiró el palo y, antes de que el toro se la pegara contra el peto, plantó el puyazo, los cuales sí, efectivamente cayeron en lo alto. Pero traseros, y a las pruebas me remito. Zahareño mostró bravura y poder en el primer tercio, y también ser un torrente de casta cuando su matador le toreó con el capote. Pero los puyazos traseros, como siempre suele parar en estos casos, le mermaron. El toro apenas pasaba en la muleta, se quedó amorcillado y el matador tuvo que tirar por la calle de enmedio. Pero cierto es que no sería justo que toda la culpa de este hecho recayera sobre los puyazos, pues en el segundo tercio al toro, aunque ya daba síntomas de irse a menos, todavía le quedaba fuelle. Fue el show fandilista de los cuatro pares de banderillas ¡¡cuatro!!, con sus carreras de un lado para otro y el pertinente desfogue del toro lo que le hicieron acabar con el carbón que le quedaba. Un puñado de buenas embestidas hubiera ofrecido el buen Zahareño, no muchas pero sí las suficientes para poder poner Madrid bocabajo. ¡¡Ni que en Madrid hiciera falta una faena de tres mil trapazos para cortar dos orejas!!
Por desgracia, son muy contadas la veces que los aficionados llegamos a ser conocedores de estos extremos. Pero los casos en que nos quedamos sin toros por culpa de malos picadores y malos lidiadores sí abundan más. El caso de Zahareño no es sino la punta de ese iceberg llamado «La importancia de picar bien a los toros». O también «La importancia de picar mal a los toros», todo desde según que punto de vista se mire, si desde la del aficionado que está deseoso de ver toros en todo su explendor de condiciones, o desde la del matador que tiene lidiar con un toro encastado, fiero y que derrocha poder.