Las servidumbres comerciales de la denominada prensa generalista han obligado a los críticos taurinos a reconvertirse en profesionales todoterreno que tienen que dominar todas las suertes del periodismo. Andrés Amorós se añade a esta tendencia con su último libro, «La inteligencia del toreo» (El Paseíllo, 2023), en el que reúne casi una veintena de entrevistas a figuras de las consideradas dominadoras o clásicas, entendiendo por clasicismo no un canon estético o una cuestión temperamental, sino la capacidad para bregar, someter y si es posible adornarse ante un toro de lidia.

Las entrevistas, algunas realizadas a vuelapluma para «ABC» en ciudades en fiestas y otras fruto invernal de una larga amistad, van precedidas de unas breves semblanzas biográficas que incluyen extractos de las crónicas de Amorós de algunas faenas históricas, a veces encabezadas con títulos acertadamente poéticos («Manzanares, el seductor de Sevilla») que nos recuerdan los lazos de la tauromaquia con otros campos de la cultura, un tema sobre el que el autor ha reflexionado a menudo por su condición de catedrático de literatura.

El gran interés del libro reside, a mi entender, en que nos permite confirmar que un torero inteligente en el ruedo es también, necesariamente, una persona inteligente fuera de él. Para verificar esta idea no me detendré en las confesiones moderadamente autocríticas de los protagonistas, sino en lo que se afirma entre líneas, las sensaciones que quedan flotando en el aire. Alguien que conozca mejor que yo los entresijos taurinos seguro que descubrirá ejemplos de cómo sortear con habilidad los temas conflictivos, pero a mí me ha llamado especialmente la atención la gran cantidad de entrevistados que, haciendo de la necesidad virtud, supieron convertir sus defectos en cualidades o cuanto menos acertaron a disimularlos.

Sin necesidad de citar sus nombres (es preferible que el lector descubra por sí mismo a quienes me refiero) por el libro van desfilando cronológicamente un poderoso lidiador cuestionado por la crítica de su tiempo y que supo entablar un fructífero dialogo con los taurinos jóvenes para trasladarles sus amplios conocimientos y a la vez reivindicar su tauromaquia; un maestro tardío que gracias a su empaque pudo por fin diferenciarse de la gracia alada de su prodigioso hermano; un maestro excelso que se obligaba a anunciarse con miuras para vencer su tendencia a la apatía…

Saltando a los años sesenta, encontramos a un sabio del toreo que disimuló su descoordinación para moverse con la quietud de sus chicuelinas o clavándose siempre en el terreno preciso (y encima dejaba crudo en varas al toro para que su movilidad acentuase el contraste). En los años setenta, a un gran lidiador que era denostado por sus zapatillazos hasta que pisó las querencias de los toros mansos y otros terrenos comprometidos, y en los años ochenta, a un brillante rehiletero que compensó su falta de quietud improvisando en la cara del toro o desempolvando lances antiguos.

Y por no extenderse a la amplia galería de toreros actuales -una de las bazas del libro-, a un popular matador reciente que superó su falta de exquisitez con arrebatos de valor y, cuando fue castigado severamente por los toros, construyó una creíble imagen pública de heroísmo y superación. Si todo esto no es inteligencia emocional, autoconocimiento reflexivo o simplemente que la cabeza le funciona a uno, que baje Guerrita y lo vea.

De la lectura del libro me cuesta extraer una tipología del torero o rejoneador inteligente (Diego Ventura sale bien parado del libro), pues cada maestrillo tiene su librillo, que diría el refrán. Entre los rasgos comunes a los protagonistas me viene a la cabeza la atención obsesiva al comportamiento del toro desde que sale de chiqueros, el afán por medirse con los mejores de su época y la profunda admiración por Gallito, al que obviamente la inmensa mayoría no pudo llegar a ver. Ninguno de ellos lograría superar al precoz genio de Gelves, claro está, pero en el libro aparecen varios de los niños prodigio que en el toreo han sido: Pepe Luis, Camino, el Capea, Juli, Ponce,…

Esto induce a preguntarse si esa mezcla de técnica, valor y personalidad que conocemos por toreo dominador o largo, es innata o trabajada, si es más importante el talento natural o la experiencia adquirida. «Hay una parte que nace con uno: otra, se va adquiriendo. Se aprende a fuerza de ver toros», explica Pepe Luis Vázquez. Admitiendo que la mayoría de los toreros encuestados son grandes intuitivos, y que ese don viene de cuna, los casos de Manolo Vázquez, Morante de la Puebla o Joselito (el alumno de la Escuela taurina de Madrid) muestran que también se puede alcanzar la cumbre desde el aprendizaje continuo o el perfeccionamiento.

Ese «Todavía aprendo» que reza en un grabado de Goya que el autor mostró a Marcial Lalanda, y que el maestro de Vaciamadrid hizo suyo, era también la idea de José Ortega Gasset cuando, informándose para un libro sobre el toreo que no llegó a acometer, aceptó capotear al alimón con Domingo Ortega en una fiesta campera a mediados del siglo pasado.

La instantánea de ese momento, que ilustra la portada de «La inteligencia del toreo», fue captada por el malogrado fotógrafo Cano. A modo de adorno final de faena, la entrevista al fotógrafo alicantino y la realizada al escritor Mario Vargas Llosa, gran defensor internacional de la Fiesta con el prestigio que confiere el premio Nobel, nos muestran que la inteligencia del toreo también brota en los tendidos o el callejón de un coso, y que se puede acceder a los arcanos de la Fiesta desde la cultura de una familia burguesa o la picaresca de la calle. De igual modo, se puede llegar a lo más alto del toreo siendo un autodidacta de cabeza privilegiada, un torero de dinastía o un alumno de escuela taurina, pero difícilmente sin ser una persona inteligente.

Josep Guixá Cerdá