Conforme se está desarrollando la temporada taurina y si analizamos las paupérrimas entradas que registran los cosos, cualquiera es capaz de entender que son miles los apóstatas que han abandonado esta hermosa “religión” que son los toros. La fiesta, como tal, ha quedado relegada hacia ese gentío –tampoco son muchos, que nadie se confunda- ocasional que, al amparo de las fiestas de cada pueblo o ciudad acuden a los toros por aquello de pasar un rato divertido –no veo la diversión por ningún nado- sin otro planteamiento que no sea pedir las orejas a los toreros aunque las faenas sean de auténtica pena y, lo que es peor, que el toro brille por su ausencia.

Los taurinos, como se demuestra, así lo entienden y aceptan puesto que, todos, unos y otros andan sumidos en ese espiral que acabará tragándose a todo el mundo sin que nadie lo perciba. Claro que, si ellos están conformes los demás poco podemos hacer salvo criticar todo aquello que huele a parodia y, lo que es peor, a fraude o estafa en un nivel altísimo, tan preocupante como el hecho de que, como decía, los apóstatas de siempre hayan desistido en acudir a sitios donde antaño se le rendía culto al toro y, en la actualidad, solo se piensa en el bolsillo de los taurinos a costa de los ignorantes que acuden a los coliseos donde se celebran las corridas de toros.

Podríamos dar miles de ejemplos al respecto y, como siempre hemos dicho, los aficionados no se han marchado, los han echado a patadas de las plazas porque, según los organizadores no hacen falta para nada; eso es lo que ellos piensan pero, quisiera ver las liquidaciones de muchos toreros al final de temporada en la que, como siempre, habrá “navajazos” a la hora de hacer el balance de cada cual en que, la gran mayoría, todos arrojarán pérdidas y, claro, los empresarios no las van a soportar. Siendo así, ¿quién pagará los platos rotos? El de siempre, el que menos culpa tiene y en que se ha jugado la vida.

Es cierto que, como dato relevante, si analizamos una de las corridas que se han celebrado estos días en la feria de Albacete con El Fandi, Manzanares y Cayetano como protagonistas frente a un desafío ganadero –hay que ser sinvergüenzas para darle semejante calificativo a dicha parodia- lidiándose tres toros de Juan Pedro y los restantes de Victoriano del Rio. Ante todo, entresaquemos la lectura de dicho festejo. Manzanares se salió con la suya y puso por delante a un vulgar pegador de pases que no le molestó en lo más mínimo. Los animalitos de Juan Pedro tenían menos trapío que los novillos del día anterior y, a su vez, salieron como suelen salir dichos animalitos, sin fuerzas, sin alma y con la ilusión de morirse pronto porque aquello no les gustaba.

Para colmo, esas gentes que acudieron a la plaza que no son los aficionados de siempre, le regalaron dos orejas a Manzanares que olían a dádiva sin sentido; claro que, lo peor no es que las pidieran los ignorantes, lo triste es que la presidencia las concediera. Vamos que, si por una faena superficial ante un burro descastado le otorgan semejante premio y encima no tiene la dignidad de rechazarlo, una vez más venimos a comprobar cómo está desnaturalizado el toreo que, ante hechos como el citado es difícil que nadie entienda y, lo que es más triste, esa es la fórmula con la que han echado para siempre a los aficionados de las plazas.

El dato que voy a dar ahora es estremecedor. En el festejo aludido de Albacete, con Manzanares y Cayetano en el cartel junto a El Fandi, respecto a los dos primeros, desde los tendidos en vez de escuchar los olés de toda la vida, la palabra más repetida no era otra que ¡Guapo! Guapo! Guapo! Siendo así, ¿a quién le importaba que los toros fueran tales o burros con cuernos? Si de aficionados hablamos, hemos fracasado con estrépito porque, como dije al principio, los taurinos han conseguido lo que parecía impensable, que los que amábamos este maravilloso arte nos hayamos convertido en apóstatas del mismo.

En la imagen, Manzanares, al que sus devotas le siguen llamando ¡guapo!