Los aficionados a los toros nos pasamos la vida criticando respecto al toro; que no tiene trapío, no soporta las cuatro patas; no es capaz de aguantar un solo picotazo; es gazapón e incapaz de embestir. Mil y una acepciones más cuando tratamos de definir el toro que lidian las figuras que, para colmo, nos asiste la razón al respecto. No es menos cierto que, por culpa de esos astados estúpidos han llevado a la fiesta a su más profunda sima de la que, dudo que alguien puede sacarla.

Ya tenemos claro que llevamos razón en nuestras críticas y, lo que es mejor – o peor, vaya usted a saber- en este tiempo de invierno se celebran centenares de conferencias y coloquios en los que suelen acudir los aficionados cabales, salvo en la Asociación el Toro de Madrid que trajeron como ponente a El Juli. O sea que defendemos el toro en toda su integridad, algo que pedimos con gritos desgarradores pero, amigo, aquí viene el quid de la cuestión puesto que, seremos muy aficionados, pero nos falta autorreflexión y análisis interno para enmendar nuestros errores, porque cada cual debe de asumir su culpa.

De todos los males de la fiesta, los aficionados, somos los menos culpables puesto que, si pagamos por ver un espectáculo queremos que ese dinero tenga la justa recompensa del toro en toda su pujanza; y no hablo de los toreros porque si hablamos del toro, respecto a los diestros que lo lidian tenemos que conformarnos, admitir y aplaudir a esa saga de héroes capaces de jugarse la vida a cambio de nada en la mayoría de los casos.

Dicho lo cual, aquí viene la autorreflexión a la que aludo de la que tenemos que asumir la responsabilidad que nos toca. La pregunta es obligadísima y de enorme rigor: ¿Por qué cuando se lidia el toro íntegro los aficionados nos quedamos en casa? Esa culpa es nuestra, de nadie más. Salvo en las ocasiones en que esos toros que nos enamoran se lidian en Sevilla y Madrid en sus respectivas ferias y hay gente por doquier por aquello del ciclo continuado, en el resto de las plazas, lidiar el toro auténtico es un fracaso con estrépito; fracaso económico porque todos los que pedimos el toro y, bla, bla, bla, bla…….nos quedamos sentados en casa por si acaso se da por la tele el festejo que añoramos. ¿Y nos calificamos de aficionados? Siendo así, somos más falsos que las monedas de Negrín, que ya es ser falso.

Los taurinos, claro, sabedores de dichas circunstancias, el toro íntegro lo guardan para ocasiones muy contadas puesto que, nosotros, con nuestra ausencia de las plazas, les damos la razón a los empresarios para sigan con la farsa y la comedia que, mal que mal, les sigue dando para comer; no digo ya para enriquecerse pero sí para vivir de forma opípara.

Podría dar miles de ejemplos en torno a la ausencia de aficionados en cualquier coso en el que se lidie el bicorne que todos soñamos y, el cemento brilla con más intensidad que el mismísimo Astro Rey. Es el caso de la lidia de los toros de Doña Dolores Aguirre en la pasada feria de Bilbao que, a lo sumo había tres mil aficionados cuando, en dicha ciudad, no hace muchos años ser aficionado vasco era un título referencial. Como explico, en el citado recinto taurómaco, con la ganadería santo y seña de la zona, en dicha feria, Dolores Aguirre concitó a poco más de apenas tres mil personas.

Otro caso que manaba sangre a borbotones fue la corrida de José Escolar del pasado 18 de septiembre en Las Ventas, justamente la tarde en que Fernando Robleño hizo la faena de su vida puesto que, uno de los toros le dio por embestir y lo hizo como los ángeles. Corrida para gladiadores, toros con hechuras, pitones, casta, de diverso juego, pero todos, sin distinción, con la grandeza de que se palpaba desde lejos que un hombre se estaba jugando la vida, resultado artístico de cada cual al margen. Había en la plaza poco más de seis mil personas. ¿A qué jugamos? Y estamos hablando de la plaza de Madrid, señores.

Es cierto que, he conocido a auténticos bobos que presumen de aficionados y quieren que al toro de Dolores Aguirre se le hagan las perrerías que se llevan a cabo los toreros cuando tienen enfrente a uno de Juan Pedro. Por Dios, seamos sensatos. El toro de Juan Pedro y similares puede salir santificado o de cualquier manera, pero jamás encontramos el menor atisbo de emoción que nos erice la piel por aquello de su comportamiento estúpido.

De otro modo, cuando aparece el TORO con mayúsculas habrá más o menos éxito final de cara a los toreros, pero nunca jamás saldrá un aficionado hastiado de la plaza. O sea que, saber sí sabemos cómo es cada toro, el problema es que lo demandemos como Dios manda. Y la única manera de que lo reivindiquemos y ganemos las batalla no es otra que llenando los coliseos taurinos cada vez que se anuncien las ganaderías que todos conocemos, las que llevamos prendidas en el corazón y, a su vez, para glorificar a todos aquellos toreros llamados héroes por jugarse la vida sin trampa ni cartón.