Echar la vista atrás no es otra cosa que llenarnos de nostalgia al más alto nivel, no por el tiempo trascurrido que ya pesa, pero sí, ante todo, por analizar cómo era la fiesta en aquellos tiempos y en lo que ha quedado ahora mismo. Muchos afirman que cualquier tiempo pasado fue mejor y, están en lo cierto. Si de toros hablamos, hace cincuenta años había más verdad y autenticidad por parte de los mandones del toreo que, de vez en cuando obsequiaban a los aficionados con alguna que otra gesta, algo que hacían todos y en muchas ocasiones durante la temporada.

Digo esto porque al cumplirse hoy los cincuenta años del doctorado de Roberto Domínguez en El Coliseo Balear, no hay nada más espiritual que echar la vista atrás y comprobar el cartel de toros y toreros en aquella inolvidable tarde para el diestro vallisoletano. Manzanares, Julio Robles y Roberto Domínguez que se doctoraba como matador de toros pero, aquí viene el quid de la cuestión, digamos la grandeza de aquella tarde porque, como se sabe, los toros no eran de Juan Pedro, pero sí de José Cebada Gago.

¿Se puede entender semejante machada en los tiempos que vivimos? Es un imposible, utopía pura, si acaso, algo reservado para los desdichados de la torería porque, en la actualidad, los chavales que despuntan en calidad de novilleros se apuran para doctorarse con las figuras y, por supuesto, con los toros de las que ellos lidian a diario. En aquellos años esplendorosos del toreo, cinco décadas nos separan, hasta el mismísimo Roberto Domínguez llegaba al doctorado con aires de torero artista, lo que demostró mil veces a lo largo de su carrera y, hasta en el momento más trascendental de su doctorado, eligió, como hicieron sus compañeros una  auténtica corrida de toros. O sea que, tres toreros en aquella tarde agosteña en Mallorca, los tres con vitola de artistas se apuntaron a una corrida para hombres. ¿Cabe grandeza mayor?

Y lo peor de la cuestión es que, los que somos coetáneos de Roberto Domínguez nos acordamos más de la cuenta de cómo era el toreo en aquellos años esplendorosos en que, por supuesto, las figuras no le quitaban el pan a nadie porque se celebraban festejos por doquier y había sitio para todos, de ahí que los mandones del toreo, como decía, para disipar cualquier duda mataban aquello que estaba reservado para los desheredados de la fortuna.

Roberto Domínguez sabe mejor que nadie de lo que hablo porque él mató muchas veces los de Cebada Gado, Miura, Victorinos y cualquier encaste que, en estos momentos, por ejemplo, su poderdante Roca Rey, si se viera anunciado en una corrida encastada huiría despavorido, él y todos sus compañeros del escalafón que, como se comprueba, solo aspiran al toro amorfo, adormilado por supuesto, sin el menor atisbo de casta y, por encima de todo, sin el menor peligro, de ahí los bostezos que cada tarde vemos en los tendidos.

Pese a que Roberto Domínguez, en la actualidad, es parte activa de la gran parodia que han hecho de la fiesta de los toros, hay que felicitarle y pedirle a Dios que le dé muchos años de vida, aunque sea para seguir disfrutando de esa fiesta adulterada que él no conoció y, lo que es mejor, nunca aplaudió ni participó. No todos los días cumple un torero cincuenta años como matador de toros y, en el caso de Roberto, hay que aplaudirle mucho más por lo que ha sido su trayectoria y, ante todo, por ese estado de salud con el que goza que, si miramos su figura, hasta podría reaparecer por un día como hiciera el que fuera su compañero El Niño de la Capea. Desde luego, si lo festejara de este modo se lo aplaudiríamos.