Ciertamente, en honor a la verdad, se nos está haciendo muy difícil la espera de que volvamos a ver un espectáculo taurino porque, lo que nos parecía lo más normal de mundo, en la actualidad es toda una quimera. Ni en sueños  podíamos imaginar una situación como la que estamos viviendo. Creíamos que los políticos devastarían la fiesta por completo y, ha sido el destino el que nos ha dado esta «cornada» de muerte.

Claro que, mientras que los aficionados suspiramos por la fiesta, por aquello de que un día recobre el esplendor que siempre lució, nuestros detractores se están frotando las manos de alegría al comprobar que, sin mover un solo dedo se ha cumplido su deseo, es decir, la exterminación de la fiesta más bella del mundo. El destino, como comprobamos, a veces nos gasta bromas de muy mal gusto; bromas dicho de forma entrecomillada porque lo que estamos viviendo de broma tiene lo que yo de científico.

No es que se haya perdido la fiesta, se ha perdido, ante todo, la ilusión de miles de personas que vivían todos de esta fiesta singular y que por arte de «magia» todos han quedado en la calle. La tragedia no estriba en que no haya toros que, siendo grande, apenas es nada comparado con las consecuencias que este silencio taurino ha desembocado que, sin duda, lo ha hecho en el mar de la incertidumbre y, lo que es pero, varando en el puerto de la más absoluta miseria para tantos compatriotas nuestros que, desamparados por el destino y malheridos por nuestros gobernantes, han perdido, además de sus haberes crematísticos. la ilusión por vivir.

¿Qué ser humano es capaz de ilusionarse ante la vida cuando lo ha perdido todo? Esa es la gran pregunta que no tiene respuesta y, lo que es peor, dudo que alguna vez la hallemos. Como diría un buen católico, nos queda rezar, no cabe otra opción. Creíamos que éramos invulnerables y, como se ha demostrado, apenas somos una gota de aceite en el océano de la incertidumbre. ¡Qué pena de nuestra fiesta y qué pobreza la que nos alberga!