El toreo ha pasado de ser un arte en breves fragmentos, para ser una amalgama de pases sin sentido hasta el punto de la exasperación del toro y, sin duda de los aficionados que, cansados ya de tanta retórica piden con gritos desgarradores que el diestro acabe con su enemigo. La prueba de lo que digo son los avisos presidenciales que, desde el palco, no queda otra opción que “avisar” a sus lidiadores  porque, en muchas ocasiones, especialmente cuando torea Enrique Ponce, podemos estar en la plaza hasta el día siguiente.

Se trata, como se dice ahora, del toreo moderno. Que se vaya al infierno dicho toreo porque, en realidad, lo que produce es hastío, nunca placer en el alma del aficionado. Los que ya tenemos algunos años y hemos presenciado innumerables corridas de toros y, a su vez, hemos conocido a diestros históricos, aquello de ver como los toreros “matan” al toro a trapazos, eso produce una desazón sin límites. Pases, más pases, más vueltas al toro, más….de todo, menos torear. Como digo, uno queda entristecido al ver la labor de tantos diestros que, sabedores del animalito que tienen enfrente, no tienen piedad para con ellos, de ahí esa cantidad de pases horribles que nadie pide y todos detestan.

Decía en cierta ocasión el maestro Andrés Vázquez, sus grandes faenas en Madrid, justamente en la que salió diez veces por la puerta grande de Las Ventas, ninguna tuvo más de quince pases. ¡Y le sacaban por la puerta grande! ¿Lo entiende alguien? Está clarísimo. Y el ejemplo del maestro de Villalpando nos viene como anillo al dedo; Andrés Vázquez mataba toros auténticos y, en honor a la verdad, con cuatro series bastaba y sobraba para encandilar al aficionado. Dicho lo cual, ver ahora a El Juli, -por citar uno de los “figurones del toreo” que le denominan- y darle ni se sabe los pases que es capaz de propinar, eso es demencial; primero porque un toro auténtico no admite semejante “dispendio” y, acto seguido, porque es antinatural que un torero esté media hora fustigando a su enemigo, algo que si el toro hablara pediría la muerte con gritos desgarrados.

¿Cómo eran las faenas de Antoñete? Ahí están las hemerotecas y videotecas que lo pueden certificar ya que, el maestro, para nuestra desdicha se nos adelantó en el camino, hacia donde iremos todos. Ningún triunfo de clamor del maestro Chenel alcanzó, ni por asomo, los veinte muletazos y, salió de la plaza en olor de multitud. Está todo muy claro lo que digo y, si nos remontamos, apenas hace una década con aquella faena de Juan Mora en Madrid, es entonces cuando enloquecemos.

Yo lo explico. Lo digo porque, aquellas imágenes todavía viven dentro de mí ser, e imagino en la de todos los aficionados que pudimos presenciar tan magna obra. Fueron doce muletazos y, a la salida del pase de pecho, Juan Mora, dio media vuelta, cogió la espada y, tres segundos más tarde rodaba el toro a sus pies. ¡Dos orejas y apoteosis de clamor! Cosas grandes se habían visto en Madrid, nada es más cierto, pero aquella rotundidad con la que Mora acabó con la faena y, sin duda, de la forma que nadie esperaba, aquello conmocionó de tal modo que, diez años después nos seguimos emocionando con aquel tratado de tauromaquia en tan poquitas secuencias pero, de una belleza arrebatadora que, tras fulminar al toro de un espadazo inusual, el éxito acabó en las manos del diestro a modo de las dos orejas más rotundas que se recuerdan en Madrid.

Tras todo lo explicado creo que la lección nos ha quedado clarísima a todos. Si un torero, con sus primeros doce muletazos es incapaz de conquistar a los aficionados, es mejor que lo deje; digamos que es aconsejable la bronca antes que el hastío al que nos someten cada tarde. Como diría Rafael Ortega “El Gallo”: “prefiero la bronca porque ésta se la lleva el viento, mientras que las cornadas me las quedo yo”

Ahora, como sabemos, los toros apenas dan cornadas pero, lo más triste de todo es que las broncas se han sustituido por esa cantidad de mantazos por doquier que, más que placer, el toreo actual produce náuseas salvo en contadas ocasiones en que, por arte de magia, aparece un torero, le pega doce pases a un toro y nos pone a todos de acuerdo; cosa rara, pero suele suceder. Cosa que sucedió el pasado sábado en Jaén en que, un torito a modo permitió a Juan Ortega, con apenas veinte muletazos alcanzar un triunfo de clamor. No era para menos dada la calidad del toro, lo otro, sentenciarlo a muerte con noventa y dos pases que dio, en el mismo festejo, Enrique Ponce a un toro moribundo, eso es un hecho lamentable. Lo dicho, con doce pases, en muchas ocasiones es más que suficiente para lograr un éxito de época.

En la imagen, el ejemplo de lo dicho, uno de los bellísimos pases que interpretó Juan Mora en Madrid, de los doce que dio, atributo más que suficiente para salir de la plaza como salió, en olor de multitud y atronadoras ovaciones.