Lo hemos visto todos y es cuestión de matizar, nada de quedarnos en lo superfluo que, en definitiva es el camino hacia la nada. Ocurrió en Sevilla pero nadie se ha atrevido a dicha matización porque hay muchos intereses de por medio, razón de que todo lo ocultan porque, ¿quién es el valiente que le pone reparos a Morante? No existe un solo informador capaz de hacer la comparación que voy hacer que, insisto, no es manía mía contra nadie porque, yo el primero, siempre diré que Morante es un bendecido de la tauromaquia y que su arte es algo inusual por bello y enigmático pero, aquí viene el matiz al que aludo.

Con el toro de Juan Pedro que todo el mundo ha cantado como la proeza del año en Sevilla, nadie reparó o no quisieron verlo, que el animalito era santificado hasta el extremo de los altares; vamos, el toro ideal como para torear de salón y, para colmo, con gente que te aplaude. El pobre animal, apenas picado, como es natural y lógico ante los animalitos de Juan Pedro, era un carretón perfecto para que Morante se explayara como lo hizo que, en honor a la verdad, sus brazos eran movidos por los ángeles. Repito que, la torería de Morante es algo innato en su persona y nadie se lo podrá arrebatar pero, ¿y el toro? Como siempre, brillaba por su ausencia. Es cierto que, este hombre tiene magia suficiente como para que muchos se olviden del animalito pero, todos no somos tontos, por Dios, alguien debe de decirle que lo suyo es maravilloso pero, si todo eso se lo hiciera a un toro encastado, Morante rayaría en lo más alto del escalafón de ahora y de todos los tiempos. Tenía, insisto, frente a si mismo una auténtica hermanita de la caridad para regalarle bondad para dar y tomar. Lo mató bien y cortó dos orejas pero, ese animalito no se hubiera lidiado jamás en Madrid, vamos que, si lo llevan a la capital de España, ya en la plaza de Manuel Becerra se dan cuenta los veterinarios y no lo dejan llegar a la calle Alcalá. Una faena que ha sido cantada hasta por los monaguillos de la catedral de Sevilla cuando, como se demostró, la faena tuvmo mucho lírica pero sin ninguna épica.

El otro toro que requiere matices, en este caso justamente todo lo contrario de lo que pasó con Morante con el Juan Pedrito, era de Domingo Hernández que, en su gran mayoría, como Juan Pedro, suele lidiar burros con cuernos pero, en esta ocasión, para que quizás podamos establecer la diferencia que aludimos, le salió un toro fiero y encastado; no bravo, porque el animal  embestía a oleadas con una fiereza desmedida, sabedor de lo que se dejaba atrás y, para suerte del toro, tuvo enfrente a un excelente artista de la torería, el único que puede replicar a Morante que no es otro que Diego Urdiales que, por cierto, se consagró en Sevilla definitivamente, cosa muy difícil cuando un torero ha nacido tan lejos de la Giralda.

Insisto que, Domingo Hernández, Justo Hernández o Garcigrande, como los queramos denominar, no suele lidiar toros como el aludido, más bien, sus animales en el noventa por ciento son burros con cuernos, con enorme bondad, santificados al más estilo Juan Pedro pero, para que pudiéramos establecer el ratio del que hablamos, le salió un toro de verdad en Sevilla para que, de una santa vez, los curritos se dieran cuenta cómo y de qué manera es el toreo, lección magistral la que les explicó Diego Urdiales que, jugándose la vida en cada muletazo inundó el albero sevillano de su inmaculado arte. Allí quedó su obra, la que nadie podrá discutir por mucho que la silencien puesto que, mientras el triunfo de Morante lo vemos todos los días en todos los lugares, el éxito de clamor de Urdiales, de ello no se ha dicho ni una sola palabra tras la celebración del festejo. Respecto al diestro de Arnedo, se ha hecho justicia, al menos divina porque lo suyo no podía quedar como el torero que entristeció ante los toros de Santiago Domecq, pura basura taurina, razón por la que desde el más allá, alguien quiso que los de más acá vieran como se toreo de verdad, con pureza, con estética, con armonía, con esa pasión arrebatadora de los toreros grandes que, sin alharacas ni botafumeiros son capaces de lo más grande, en este caso, crear arte frente a un toro que muchos confundieron creyendo que era bravo y, en realidad, lo que tenía era una fiereza desmedida a la que las sabias manos de Diego Urdiales domeñaron  para que embistiera, aunque fuera de forma brusca, pero allí estaba el riojano para poner todo de su parte y, como pudimos ver, crear una obra bellísima.

He aquí, como queda explicado, las razones de dos triunfos tan distintos como dispares puesto que, mientras Morante se lo pasó en grande con aquel entrenamiento, Urdiales sudó lo suyo para poder llevar a cabo aquella faena memorable. Como decía, hay actuaciones que merecen un matiz y, las antes dichas son la prueba de lo referido.