Cuando escribo estas líneas, yéndonos cuatro años hacia atrás, Rodolfo Rodríguez El Pana estaba clínicamente muerto tras la cogida que había sufrido el primero de mayo en Ciudad Lerdo, en el estado de Durango. En aquellos momentos todos rezábamos para que se produjera el milagro que nunca llegó y, a lo sumo, en los pocos momentos que tuvo El Pana de lucidez, pidió que le dejaran morir porque, en realidad, se sabía muerto por completo.

En aquel pueblo citado acabó para siempre la historia del más genial de los toreros de México; desde aquel instante se empezó a forjar la leyenda de tan carismático diestro que, como el mundo sabe, no le importaba morir en una plaza de toros que, de haberle dejado elegir hubiera elegido la Monumental de las Ventas de Madrid que, como era notorio, era su sueño dorado por aquello de querer confirmar su doctorado tantísimos años después; la empresa no confió en El Pana y, paradojas del destino, Rodolfo vino a dejarse su vida en un pueblito sin trascendencia alguna pero, así se ha escrito la historia de este singular matador de toros.

En aquel mes de mayo de 2016, los aficionados estábamos expectantes por saber las noticias que, por otra parte nos llegaban difuminadas desde México al respecto del diestro; dicen que pidió morir pero, dado su estado, hasta barrunto que ya estaba muerto pese a que su corazón latía tibiamente.

Como el mundo sabe, Rodolfo quería enfrentarse a un toro auténtico por aquello de pedir a gritos su confirmación en Madrid y, por ese maldito lance del destino, un toro sin trapío alguno le lanzó por los aires y, al caer, ahí se produjo la fatal lesión que le condujo a la muerte a la que Rodolfo no le tenía miedo alguno porque era consciente de que, en su profesión, como dijera Juan Belmonte, se muere de verdad, algo que como digo jamás inquietó al bueno de Rodolfo.

Nosotros, de nuestra parte, tuvimos la fortuna de conocerle para amarle y admirarle, no podía ser de otro modo puesto que, tratarle era amarle sin remisión; su carisma eran tan grande que rayaba en lo apoteósico; su concepto del torero era tan genial como apasionado y su sentido de la vida un premio al que agradecía a Dios todos los días de su existencia.

Se marchó El Pana y, sin duda alguna, los que le amamos, todos sentimos dicha pérdida como algo irreparable. No podía ser de otro modo porque nos dejó un ser humano fuera de serie, antológico, genial, iconoclasta, imperfecto, pero irrepetible en todos los órdenes.

Más que un torero, El Pana era un personaje como él confesaba; un personaje al que le daba vida en los ruedos para ser distinto al resto de los mortales, toreros o en cualquier profesión. Su puesta en escena en las plazas de toros era algo cautivador que, en ocasiones rayaba en lo ridículo para, un segundo más tarde, pasar a lo genial; dependía del toro como no podía ser de otro modo porque como todo el mundo sabe, entre los toreros, el toro tiene siempre la última palabra porque es el que decide para que el diestro triunfe o quede en ridículo.

Han pasado cuatro años sin el genio de Apizaco y, a diario le recordamos como si le tuviésemos presente, sencillamente porque hay hombres geniales que, ni la muerte es capaz de arrebatárnoslo. Es cierto que, nadie muere del todo mientras quede un ser humano que le recuerde y, como se sabe, El Pana es recordado por cientos de miles de aficionados que le aclamaron en su momento y que, pasado el tiempo, su pérdida no es otra cosa que la inmortalidad ante todos los que todavía estamos en el mundo.