Nadie repara en la figura del presidente de un festejo taurino y, como debemos saber es el hombre esencial del espectáculo puesto que, bajo sus credenciales como hombre sabio al respecto, gira en derredor suyo cada fiesta que preside. Se trata de una figura controvertida de cara al gran público, un hombre o mujer, al que nadie quisiera que existiera en el puesto que habitualmente ocupa, especialmente los taurinos pero que, insisto, es fundamental para el devenir de cada evento taurino puesto que, sin dicha figura no habría orden ni concierto que solemos decir.

Es cierto que, la figura del presidente ha quedado muy devaluada en los últimos tiempos puestos que, en la mayoría de las plazas, el hombre que rige los destinos de cada celebración taurina apenas tiene criterio propio y se deja llevar por el griterío de la gente antes de ser capaz de hacer cumplir el reglamento. Incluso, desde las tribunas, algunos presidentes que han ejercido como tales se les ha dado “leña” sin piedad, especialmente si han presidido en Madrid. Es, como vengo diciendo, aquello de que todos claman para que se celebre el evento sin que nadie lo vigile y, de tal modo cada cual pueda hacer lo que le venga en gana, en primer lugar que se lidien novillos por toros y si están afeitados mucho mejor, cosa que sucede la gran mayoría de las veces de forma muy concreta en pueblos y plazas de menor nivel.

Habrá hombres justos en calidad de presidentes en algunas plazas de provincias, cosa que no dudo en absoluto pero, dicha figura toma especial relevancia en Madrid, no cabe otra plaza en el mundo para que el hombre que, bajo su mandato se cumpla el reglamento con el rigor debido. Por dicha razón, los hombres que han presidido Las Ventas a lo largo de su historia han demostrado su capacidad taurina en todos los órdenes y, lo que es mejor, han cumplido su función como en verdad corresponde.

No falta quien dice, ninguneando al presidente del festejo que, dicho señor tiene que regirse bajo los criterios del “pueblo soberano”, en este caso los espectadores que han comprado una entrada, y si el pueblo pide orejas por doquier hay que concederlas al precio que fuere, craso error porque al presidente señor Pangua le costó el puesto por haberle dado el rabo a Palomo Linares en aquella estruendosa tarde del 20 de mayo de 1972. Entiendo que, lo que debe de privar entre el presidente y los aficionados es un justo equilibro a la hora de la concesión de los trofeos cuando, a su vez, previamente, haber analizado los toros a lidiar para que estos tengan el trapío que les corresponde.

Ese pueblo soberano al que algunos aluden, dejarle hacer, sería tanto como si en una cancha de fútbol el árbitro se dejara llevar por los gritos del gentío que, por ejemplo, cuando se pita un penalti contra el equipo local, los aficionados gritan enfurecidos porque no han sabido digerir el lance, en este caso, la falta fatídica que lleva consigo la penalización antes dicha. ¿Qué pasa, que los aficionados referidos tienen razón con sus estruendosos gritos y palabras malsonantes? De ninguna manera, de ahí que ese hombre como árbitro tiene que aplicar el reglamento. Por cierto, ¿se imagina alguien un partido de fútbol sin el árbitro? Nadie lo podría entender. Pues en los toros debería ser exactamente igual, que la figura del presidente, además de imprescindible fuera trascendental para el devenir de la lidia.

En los toros ocurre lo mismo puesto que, para eso está el presidente, para poner orden cuando no hay concierto. Esa frase tan al uso cuando nos dicen que el presidente le ha robado una oreja al diestro, ello suena como muy caritativo por parte de la prensa pero, si lo analizamos, la gran verdad siempre es otra. Cuando Las Ventas, por ejemplo, se cubre de pañuelos blancos hasta el punto de parecer una gran paloma blanca, no existe presidente en el mundo que sea capaz de negar el trofeo que todo el mundo pide. Otra cosa muy distinta es cuando salen cuatro pañuelos de otros tantos amiguetes o familiares pidiendo un trofeo que no corresponde si nos ajustamos al reglamento. Todos, desde el primero hasta el último, hemos sufrido cuando un diestro determinado ha realizado una gran faena y al no haber sido coronada con la espada se han esfumado las orejas. De ello, por lógica, no tiene la culpa el presidente porque, seguro estoy que, cualquiera, ejerciendo dicho menester, es más feliz otorgando trofeos justos que negando los injustos.

Por cierto, ya que hablamos de Madrid deberíamos de recordarle a quien corresponda que, de una santa vez, para salir en hombros de Las Ventas, debería ser obligatorio que el diestro pertinente cortara dos orejas a un mismo toro para tener acceso al honor que supone salir en hombros de tan emblemática plaza. Qué ese galardón que supone cruzar el umbral de la plaza de toros más importante del mundo, en ocasiones se logre por aquello de una más una, en muchas ocasiones me ha sabido a poco, por no decir a nada. Eso sería tanto decir como si en una universidad al alumno que ha tenido un aprobado raspado, se le concede el mismo honor que al que ha logrado matrícula cum laude.

En la imagen de Muriel Feiner vemos a don Juan Lamarca junto a Andrés Amorós. El señor Lamarca, el presidente que tanta categoría le dio al palco de Las Ventas durante casi cinco lustros.