Suena épica la frase, matar o morir pero, en los toros no cabe otra alternativa, especialmente para los diestros que no son figuras del toreo porque a los consagrados se les permite todo mientras que, al resto, cualquier avatar se utiliza en su contra. Me viene a la mente este relato al acordarme del pasado domingo en que, Román, fracasó con estrépito con la espada en Valencia frente a los Victorinos y, a no dudar, esa factura la pagará carísima.

Se llama la suerte de matar pero yo lo definiría como las ganas de matar que no es lo mismo. Entiendo que un atisbo de suerte si hace falta pero, por encima de todo, eres tú, torero, el que tiene que entrar con esa fe apasionada, con esas ganas tremendas, con ese desprecio a la vida, con ese orgullo del que dirán para que, tras matar al toro, que no digan nada; mejor dicho, que lo digan todo, pero con orgullo por haber conseguido el éxito.

No se puede entrar a matar de esa forma dubitativa con la que entró Román en repetidas ocasiones, hasta el punto de que faltó muy poco para que sonara el tercer aviso, lo que hubiera significado un ridículo sin precedentes, un fracaso en toda regla que, insisto, por culpa de la espada estuvo muy cerca. Está el toreo como para que los toreros tengan indecisiones que les aboquen al fracaso, era lo que faltaba. La mayoría, pese a jugarse la vida de verdad, matar como Dios manda, cortar orejas y llenarse de triunfos, muchísimos de ellos están en el dique seco.

Se puede pinchar a un toro una sola vez, eso le ha ocurrido a todo el mundo pero, que te falten las fuerzas anímicas para entrar con la espada frente al morrillo del toro, eso es un hecho lamentable, hasta el punto de que conozco muchos matadores de toros, todos ellos mejores que Román y, por culpa de la espada no llegaron a lo más alto. Sobran los nombres y, lo que tenemos una edad los conocemos todos. La jauría humana que es el mundo de los toros no permites bromas y, como antes decía, si para colmo no eres capaz de jugarte la vida en ese evite trascendental de matar al toro con prontitud, la ruina está más que asegurada.

Como quiera que aquí no queremos engañar a nadie, con un poco de suerte Román será un torero muy válido en las llamadas corridas duras porque, para su suerte o desgracia, nunca matará las de Juan Pedro, Núñez del Cuvillo, Jandilla, Garcígrande y ese elenco de ganaderías que está predestinadas para los privilegiados del poder, el chaval valenciano tiene que hacerse a la idea de las corridas más fuertes y, ante todo, triunfar en todas y, lo que es peor, rezar para que otros no le alcancen puesto que, en ese circuito hay toreros muy válidos que, a no dudar no se dejarán ganar la pelea por Román que, como vimos en aquel último Victorino de Valencia, era un toro para apostar muy fuerte, para llevar a cabo la épica inenarrable pero, el chaval se arredró con la muleta y, para colmo, sainete con la espada.

Román acude a Madrid con los toros de Luis Algarra que no tienen ninguna garantía de éxito y cerrando feria con los Victorinos, dos oportunidades que no puede desaprovechar por nada del mundo porque, si eso ocurre, le costará muchísimo que le pongan en la feria de julio de su pueblo, o sea, Valencia.

Tras la presentación de los carteles de Madrid, tanto Román como sus compañeros, yo diría que todos, unos por unas razones y otros por las demás, todos están llenos de alegría, contentos a más no poder, algo que comprendo perfectamente porque un toreo sin ilusiones es como cura sin sotana. Luego, claro, estemos preparados para las desilusiones porque los platos rotos siempre los pagarán los mismos. Las figuras, tras la feria, seguirán toreando en todas las plazas del mundo pero, esa saga de chavales que han entrado en Madrid, pobres todos ellos como no salgan por la puerta grande y, cuidado, David de Miranda lo logró y no le sirvió para nada.

En las imágenes, el inolvidable Iván Fandiño en una muestra de lo que debe ser una estocada y el riesgo que ello comporta.