Es cierto que, dada la grandeza que todo hombre torero es portador en lo más profundo de su alma, no queda otra opción que admirarles y, sin duda, respetarles. No encontramos un torero en cada esquina, de ahí la singularidad de esta maravillosa profesión en la que se dan cita, el arte, el valor, la grandeza, la sangre, la muerte, la vida; todo un amalgama de valores que, unos positivos y otros negativos, hacen de la profesión de torero algo muy singular, difícilmente comparable a todas las profesiones del mundo.

Dicha profesión es tan grande que, el que lo intente tiene que asumir los riesgos más inusitados; su capacidad de sacrificio tiene que ser tan alta como inimaginable y, todo, sin la certeza de que uno llegará a la meta, la prueba es que lo intentan mil y apenas queda uno de los aspirantes a la gloria. Ciertamente, todo el que emprende la aventura por ser torero, solo por ello ya debería ser condecorado con la gran cruz del sacrificio.

Es cierto que, a la cúspide llegan muy pocos porque además de tener condiciones más que sobradas para dicho menester, el factor suerte cuenta mucho aunque, en definitiva, lo primordial, yo diría que esencial es lo que cada cual lleve dentro para ofrecer al aficionado. Es verdad que algunos hombres han tenido más refrendo empresarial que otros pero, si se me apura, es algo consustancial en la vida y en el ser humano. Digamos que, en cualquier profesión, desde dentro, pueden existir valores y detrimentos que condicionen el devenir de cualquier profesional y, los toros no escapan de dicha circunstancia.

Dentro de todos los males que puedan azotar a la fiesta de los toros, yo creo que, el primer crítico de cada cual tiene que ser el torero mismo. Ilusiones las tienen todos, como capacidad de sacrificio pero, llega un momento en que hay que decidir, seguir o dejarlo todo para siempre. Fijémonos que, hablaba yo del respeto para todo hombre que se viste de luces y, es la verdad más grande que le pudiéramos argumentar a todo aquel que quiera ser torero pero, insisto, no todo es un camino de rosas.

Cada torero debe ser consciente de su valía que, teniéndola toda, apenas es nada si lo comparamos con las exigencias que demanda la profesión. La prueba la tenemos, en estos últimos años, en hombres como Iván García y Sergio Aguilar, dos toreros de cuerpo entero que, tras más de diez años como matadores de toros decidieron abandonar y enrolarse en las filas de los subalternos que, para mayor dicha, son auténticos profesionales.

Loas de alabanza para todos los que lo intentan pero, de igual modo, todos deben saber que Dios no les ha llamado por ese camino. Se puede llegar a lo más alto por la vida del arte, del valor, del tremendismo si se me apura, pero jamás se llegará por la vida de la mediocridad en la que, de forma lamentable, muchos hombres que lo intentan andan sumidos en dicha vorágine que, como es natural y lógico, no les llevará a la cúspide.

Un torero debe ser su primer crítico, algo que debe palpar cuando está frente al toro. Toreros hay muchos, la prueba no es otra que mirar el escalafón pero, honradamente, ¿cuántos de ellos están predestinados a la gloria? Muy pocos. Al respecto de lo que digo, imagino que debe ser muy cruel que un hombre se esté jugando la vida y no escuche ni un pobre olé en el transcurso de cada muletazo; este, sin duda alguna, es el primer detonante de la vulgaridad, algo que ocurre en demasiadas ocasiones. ¿Por qué digo esto? Sencillamente, para que se comprenda que, tener ese “ángel” imprescindible  para que los aficionados se emocionen, se nos erice la piel, nos caigan las lágrimas por la catarsis emocional que hemos sentido, eso no es propio de cualquiera. Es triste, mucho, ver que muchos hombres se dejan la piel en el intento y, tras cada serie, a lo sumo escuchan unas palmitas de consolación cuando, en ocasiones, el toro que se ha lidiado era para que toda la plaza estallara por las emociones antes descritas. Y, en honor a la verdad, cuando eso no sucede es el torero el que debe de plantease su futuro.

Recordemos que, toreros de una categoría sublime como pudieran ser Diego Urdiales, Curro Díaz, Emilio de Justo, Morenito de Aranda, Juan Ortega y alguno más de esa estirpe y condición y, teniéndolo todo para ser grandes figuras del toreo, entre los imponderables y la suerte, tras muchos años de actividad, todavía no han logrado la gloria que anhelaban y, sin duda, merecen. Insisto, como ejemplo, he nombrado a cinco hombres sin mácula alguna; cinco toreros de los que como antes decía, nos erizan la piel cuando torean y, pese a todo, siguen bregando como fieras para que de una santa vez resplandezca su luz, la que llevan dentro de para iluminar el mundo de la tauromaquia.

Si como explico, toreros de la magnitud de los citados no han alcanzado la meta que se habían propuesto, ¿qué será de cientos de chavales que, carentes de las condiciones citadas siguen por esas plazas de Dios en la búsqueda de ese éxito que nunca les llegará? Insisto que, ilusión la tienen todos pero, no solo de pan vive el hombre.