Ayer, domingo de Resurrección todos aficionados sentíamos la misma pena al comprobar que, por causas del destino, lo que toda la vida fue un domingo de Gloria, nunca mejor dicha para definir nuestra fiesta de los toros, en realidad fue un viernes santo de pasión, sufrimiento y dolor al comprobar que en toda España solo se celebró un festejo de rejones en la plaza de Esquivias. Pese a tan poco cosa, aquello nos pareció un evento memorable que, a fin de cuentas dábamos las gracias por ver lidiarse una corrida, insisto, aunque fuera de rejones en todo el suelo patrio.

La realidad nos ha hecho comprender lo vulnerables que somos ante lo que estamos viviendo. Como decía, el domingo de Resurrección era de alegría constante porque, dicha fecha marcaba el inicio de lo que sería el devenir de la temporada española. Sevilla, como emblema para tan significativa fecha, Madrid como referente, Málaga como estandarte, amén de otros muchos cosos que, en tan luminoso día abrían las puertas de sus plazas para el deleite de todos los aficionados.

La tristeza, un año más, se ha apoderado de nosotros en tan magna fecha si de toros hablamos. Cuestión de resignación, no cabe otra opción pero, quiera Dios que lo que vivimos no sea el presagio de un futuro tan negro como incierto. No soplan buenos vientos para los toros, es la cruda realidad que nos asiste. Como miles de veces dije, si no teníamos bastantes males dentro de la propia fiesta, faltaba la pandemia y sus consecuencias para que el panorama se tornara de un gris tirando a negro que, veremos cómo lo resolvemos.

Un domingo de Resurrección del pasado año 2019 toreaban en Madrid en la segunda corrida de la temporada puesto que la misma se había empezado pocas fechas antes pero, en dicho cartel formaban parte dos auténticos desconocidos en el toreo, Pablo Aguado y Juan Ortega, lo que hicieron frente a una auténtica corrida de toros que, junto a una tarde invernal y desapacible, ambos se jugaron la vida, pero sin mayor contenido. Pocos días más tarde, Pablo Aguado toreaba en Sevilla, cortaba cuatro orejas y tocaba la gloria con sus manos. Juan Ortega, en aquella temporada tuvo menos suerte porque sus actuaciones, todas ellas revestidas de una dignidad admirable, no le dieron los frutos que merecía. Sin embargo, el pasado año, tan incierto como aciago, fue cuando descubrieron a Juan Ortega en tres faenas de lujo, las que viven en las retinas de los aficionados que tuvimos la dicha de contemplarlas.

Cierto es que, si el citado parón que hemos tenido por aquello de la pandemia, al final, nos da como resultado, haber encontrado a dos toreros artistas como pocos, hasta me atrevo a decir que todo el esfuerzo y dolor que hemos sufrido ha merecido la pena. Ahora, mientras tanto, nos queda seguir rezando para que se recomponga la vida natural de los españoles, que pronto se acaben las restricciones, que volvamos a la normalidad y que, dentro de un orden, los toros vuelvan a tomar protagonismo, justamente, el que nunca debían de haber pedido.

Queremos, añoramos que sea este año el de la resurrección, pero en todos los órdenes; que dicha efemérides no sea de un día concreto, más bien que tenga continuidad en lo que puede ser una temporada apasionante si las circunstancias así nos lo permiten.

Valga la imagen de Antoñete con el toro «blanco» de Osborne en la plaza de Madrid. Puesto que hablamos del domingo de Resurrección, nadie como Antoñete que, en los años ochenta del pasado siglo resucitó del ostracismo al que fue sometido durante tantos años. Antoñete, ¡inolvidable!