Parece que fue ayer pero en estos últimos días de agosto se han cumplido diecisiete años sin el maestro de la crítica, el inolvidable Alfonso Navalón Grande. Nadie se ha acordado de dicha efemérides ante un crítico que tanta gloria aportó al toreo; es decir, su defensa hacia el aficionado que es el que paga, no tuvo límites. Por supuesto, para la torería andante, Navalón era el enemigo a batir, razón por la que ante la crueldad de este mundo, cuando Alfonso Navalón le entregó su alma a Dios muchos se alegraron. Así funciona la mercadotecnia empresarial en el torero, hasta el punto de que, el que estorba, si se muere mucho mejor.

Navalón cometió muchos errores en su vida, más de los que él hubiera soñado pero, para su desdicha, por aquello de saciar su vanidad como ganadero no se percató de que, los pupilos que tenía en El Berrocal, su finca salmantina, para que se pudieran lidiar tenía que afeitarlos, como hacía todo el mundo. Error mayúsculo el suyo porque, como se comprobó, murió degollado por su propia daga. Su amor hacia el toro le llevó hasta la muerte y no precisamente frente a las astas de sus bicornes admirados.

Al margen de esta circunstancia, cualquier aficionado puede hablar en propiedad de la grandeza de este tipo singular donde los hubiere; nunca pasó desapercibido en lugar alguno porque su pluma, magia pura para los aficionados, tenía una singularidad y una verdad nada habitual entre los críticos taurinos; digamos que, en todos sus años como crítico jamás se doblegó ante nadie, incluso era amenazado de muerte por los taurinos puesto que, su defensa hacia el aficionado iba en detrimento de los intereses de los taurinos. ¿Qué hacer? Tratar de acabar con él porque, en aquellos años, que un crítico taurino vendiera un millón de ejemplares del diario Pueblo de Madrid en un solo día, eso era privilegio de muy pocos escogidos. Quedaba caro que, su pluma era mortífera de necesidad; tenía la suficiente credibilidad para que todo el mundo le venerara, de aficionados me refiero, al tiempo en que, los taurinos les quitaba el sueño de forma permanente. Y fueron los aficionados de Madrid los que en dos ocasiones le sacaron a hombros de la plaza de Las Ventas.

Me cupo el honor de gozar de su amistad, de aprender de su sabiduría al más alto nivel, de saberme arropado y comprendido ante el más grande que existía entre la crítica taurina, valores todos que me reconfortaban el alma. Por si no era suficiente con sus crónicas, yo diría que críticas mordaces, Navalón era una pluma al más alto nivel en cualquier materia que abordara. Se trataba de un hombre sabio, sin más, pero con todo.

En aquellos años, todos los que buscábamos un halo de justicia para los más débiles, todos nos solidarizábamos con Alfonso Navalón que, como era mi caso, nos sentíamos identificados ante la magnitud de este personaje genial e indescriptible. Digamos que, si de respeto hablamos, Navalón lo entregaba como el que más y, a la hora de la crítica, era despiadado con las figuras, con los que se llevaban el dinero más grande a cambio de matar el toro más chico; justamente lo que sigue pasando en la actualidad.

Pero cuidado, cuando se hacían las cosas de verdad, Navalón era el primero que se quitaba el sombrero, por eso un torero vulgar como Paquirri, tenía enmarcadas en su casa varias crónicas de Navalón, justamente en las que el diestro de Barbate había estado sensacional, aparcando, en aquellos momentos, su vulgaridad y monotonía. Pero no era solo Paquirri, cualquier torero, a escondidas, sin decírselo a nadie, cuando leían la crónica de Navalón la guardaban como oro en paño porque sabían que, aquellas palabras eran de verdad; digamos que, el torero, sabedor de que había estado bien, al día siguiente leían esperanzados a Navalón para ver qué decía. Como quiera que el de Fuentes de Oñoro decía la verdad, los toreros se entregaban a su pluma, cuando les convenía, claro.

Dentro de todos los males que azotaron a Navalón por su carácter indómito, para su suerte, Paco Cañamero tuvo la gentileza de inmortalizarle en un libro genial, cosa que no ha sucedido nunca en crítico alguno. No era para menos puesto que, el propio Cañamero gozó de su amistad, de su cariño y como él confesara tantas veces, de lo mucho que aprendió de Navalón al estar siempre muy cerquita del maestro salmantino.

Como contaba, Alfonso Navalón se marchó de este mundo en la soledad de su finca, con sus toros pastando por sus prados y con la enorme pena, como él me confesara, de haber montado una ganadería que, como tal, le fascinaba, pero que nunca midió las consecuencias que dicha ganadería podía traerle, sin duda, las más trágicas de su existencia. Como todos cometemos errores, el de Navalón no fue otro que su ganadería pero, ahí están las hemerotecas para seguir dándole vida a las crónicas de tan celebrado crítico que, tras muchos años de su muerte, algunos románticos le recordamos con cariño inusitado.