La situación endémica que nos envolvió desde el pasado año por esas fechas debido a la pandemia ha acelerado mucho más la destrucción de la fiesta de los toros. Pensábamos que eran motivos externos los que querían acabar con la fiesta de los toros y, como se ha comprobado, hemos sido nosotros, taurinos y aficionados, cada cual asumiendo la parcela que le corresponda, los que hemos dado la puntilla la fiesta taurina.

Y pensar que, allá por los años veinte del siglo pasado, aquel legendario diestro que suspiraba por las plazas monumentales para que todo el pueblo pudiera asistir a los toros, caso de José Gómez Ortega “Joselito”, aquel sueño pronto se vino abajo y, si viviera ahora Joselito se tiraba de cabeza al callejón al ver cómo y de qué manera ha quedado la fiesta de los toros, la que él tanto amó y, todo hay que decirlo, la que tanta gloria le aportó al diestro sevillano.

Como digo, lo peor no ha sido la pandemia, lo más sangrante de la cuestión es que dicho maleficio es el que nos ha dejado con las posaderas al aire para que se vieran todos nuestros defectos, limitaciones, errores, gestiones nefastas y demás calificativos llenos de horror puesto que, la fiesta, en los momentos actuales apenas es un residuo de aquella fiesta maravillosa llena de gloria que un día todavía nos cupo la suerte de conocer y admirar.

Aunque volvamos a la normalidad, lo triste de la cuestión es que este espectáculo, por la mala gestión del mismo durante tantísimos años, apenas interesa a nadie; lo digo con pesar, con enorme dolor, pero es una verdad que aplasta. Ya nada volverá a la normalidad porque, insisto, la fiesta lleva media estocada lagartijera en todo lo alto, es decir, está barbeando tablas para dejarse caer para el arrastre. ¿Qué quiere eso decir? Que está condenada a muerte.

Fijémonos que, entre otras ferias, se ha anunciado la de Sevilla y el empresario pide, en el peor de los casos, un cincuenta por ciento de aforo. O sea que, con menos de media plaza se conforma y, lo más sangrante de la cuestión es que las figuras han firmado todos sus contratos. ¿A qué precio el de ellos y qué precio para los aficionados? El caos está servido en todos los órdenes, no me queda la más mínima duda. Hoy mismo, en Almendralejo se celebrará una corrida de toros con tres toreros de altísimo nivel y, allí no habrá más del mil personas que, definitiva, no sería todo lo malo, lo más grave es que nos hemos acostumbrado a ello y, en el camino hemos dejado miles de cadáveres que no son otros que aquellos cientos de miles de aficionados que acudían a las plazas cada temporada.

Veo los lamentos de tantos toreros de segundo nivel que, los pobres anhelan que todo vuelva a la normalidad. Si supieran ellos que del poco pastel que quede apenas lo van a catar. Esa es una verdad incuestionable y muchos de esos soñadores ya podían buscarse un nuevo oficio porque en los toros lo van a tener muy difícil, más bien, yo diría que imposible. De ese residuo del que yo antes hablaba, lo poco que quede, se lo repartirán los de siempre y, ¿qué futuro les espera a los tropecientos mil que siguen soñando?

En los últimos años la fiesta caminaba hacia el precipicio y sin frenos y, allí en el vacío de la soledad hemos varado. Pensemos que, si las figuras están dispuestas en torear por lo que haya sabedores de las limitaciones que tenemos, el resto del colectivo, como ocurriera el pasado año, a torear en los pueblos con quinientas personas en los tendidos y la limosna que quieran o puedan dar las televisiones autonómicas. Siendo así, ¿tiene la fiesta continuidad? ¿Están dispuestos los toreros a seguir jugándose la vida a cambio de nada? Son  muchas preguntas que no tienen respuesta, por lo que ese silencio es el que nos delata ante lo miserable de la cuestión que venimos padeciendo.

Todos, sin distinción, estoy seguro que esperamos el milagro de la recuperación de la fiesta, de que vuela a respirar por ella misma sin necesidad de respiradores automáticos para conservar la vida pero, insisto, la realidad en la que vivimos nos hace sospechar lo peor. Estamos ante la fiesta como el enfermo diagnosticado de cáncer con metástasis y en fase terminal. ¿Qué hacer ante una situación como la contada? Rezar, es lo único que nos queda.

En la imagen, el inolvidable Iván Fandiño, aquel gran torero que tuvo la «dicha» de irse junto a Dios para evitarse el bochorno actual con el que vivimos en la fiesta de los toros. Fandiño era grande por naturaleza propia, por ello ha sido el único diestro que puso el no hay billetes en Madrid un domingo de Ramos.