Rememora uno todos aquellos hechos que ha presenciado en su vida y, en honor a la verdad, creo que como todos, yo quisiera poder contar y cantar las gestas de los diestros, las que siempre nos han emocionado porque, lo juro, no existe nada más gratificante que ver un festejo o faena excepcional y poder contarlo. Sí, porque el disfrute es doble, con una dimensión increíble porque primero has gozado con la obra presenciada y, acto seguido, si para colmo, te cabe la dicha de contarla, el gozo no puede ser mayor.

Recalco con tremendo énfasis para aquellos incrédulos que nos tachan de terroristas de la pluma, que todo ello es una falacia sin argumentos ni sentidos. Es más, pese a nuestras críticas, en ocasiones despiadadas, somos conscientes de que en el toreo se muere de verdad, de ahí nace el respeto desmesurado para todos los lidiadores; todos aquellos que nos ofrezcan la verdad del espectáculo al más alto nivel. Ante todo, cuando vemos que se lidia el toro auténtico, ¿quién es el valiente que se atreve a hacer sangre con los diestros que han lidiado una corrida auténtica, aunque ésta no haya embestido? Nadie.

Los toros, como espectáculo, es algo muy serio, lo más serio del mundo porque, repito, siempre hay un hombre que se juega la vida que, en el peor de los casos, así debe de parecer. Todo cambia cuando, desde el tendido, estás contemplando una parodia que en nada se parece a una corrida de toros porque, en honor a la verdad, el peor fracaso para un torero no es otro que el aficionado no le dé importancia a lo que está sucediendo en el ruedo. Y, de forma desdichada, esta situación la contemplamos en demasiadas ocasiones porque, por el amor de Dios, en España tenemos cientos de ganaderías, más quizás de las deseadas, como para que, por ejemplo, por parte de las figuras, todo el mundo apueste por la parodia que, como decía, no es otra cosa que no palpar el peligro en el ruedo; que no quiere decir que no lo tenga, cuidado, pero el horror viene dado cuando uno no siente nada ante la lidia.

Alguien nos dijo que, los toreros humildes o de menos cartel, como les queramos definir, son nuestros consentidos y, es lógico que así sea. ¿Qué toro mató a Víctor Barrio o a Iván Fandiño? Muertes de héroes que lo hicieron en el fulgor de la batalla a sabiendas de que tenían delante esos toros que, ciertamente, enseñan la muerte en cada pase, en cada lance, en todos los instantes de la lidia.

Yo no quiero muertes, ni sangre, ni herida alguna porque no hay nada más que me llene de paz y de orgullo que el hecho de ver transcurrir un festejo taurino a caballo de la verdad y con el triunfo de sus lidiadores para, como antes decía, poder contarlo como gesta heroica. Esa es la grandeza de la fiesta, la que empieza por la verdad y, en ocasiones, terminando con la muerte.

Sin tener que nombrar ganadería alguna ni diestro participante en los festejos taurinos, creo que ha quedado muy claro lo que entiendo como la verdad de la fiesta, algo que, todo aquel que sea medianamente aficionado seguro que me secunda. Es más, ganaderías y lidiadores, los unos y los otros, están en la mente de todos y, repito, por vez primera en mi vida he expuesto mi opinión sin tener que nombrar a protagonista alguno que, en realidad, unos y otros, les conocemos a todos.