Decía Ortega y Gasset que «la historia del toreo está ligada a la de España, tanto que sin conocer la primera, resultará imposible comprender la segunda». Y viceversa, añadiría yo. España, además de afrontar una recesión económica, vive una importante crisis que va más allá de lo institucional: una crisis social. El «frentismo» ha resurgido con más fuerza que nunca del pasado, si es que algún día esa situación dejó de existir en nuestro país. Permítanme dudarlo, porque la España dividida, la de «rojos» y «azules», la de buenos y malos; esa España oscura y enfrentada ha resucitado poniendo en riesgo una convivencia que, a priori, parecía garantizada con la llegada de la democracia. A consecuencia de todo ello, la Tauromaquia, y la masa social que la sostiene, también se ha visto afectada por este resurgimiento del frentismo. Los tendidos de las Plazas de Toros –da igual que nos refiramos al norte, al centro o al sur– son una muestra de ello, y no precisamente por motivos políticos e ideológicos.

Si echamos un vistazo al panorama político, es evidente que el frentismo ha desembocado en la aparición de dos grandes bloques ideológicos. Muy distintos y alejados entre sí, e inmersos ambos en una continua confrontación política. Al mismo tiempo, en los mentideros taurinos es ya habitual oír hablar de dos formas distintas de ver una corrida de toros, que suponen a su vez dos maneras diferentes de entender la Fiesta: el «torismo» y el «torerismo». La primera, centrada en el toro y en la integridad del espectáculo; la segunda, con el foco puesto en la figura del torero, como el principal protagonista de lo que en el ruedo ocurre. Ambas son incapaces –o al menos hasta el momento así lo parece– de ponerse de acuerdo. ¿Por qué? Porque se encuentran a años luz de ese centro que, políticamente hablando, se encuentra más cuestionado –y golpeado– que nunca. El centro del consenso, de la cohesión y de la convivencia.

Resulta triste ver como aquellos que defienden «el torerismo como su bandera», se encuentran cegados en una pasión desmedida que solo les permite vislumbrar el triunfo del matador; sin opción a que este lo haga mal o pueda equivocarse, como ser humano que es. Además, por si fuera poco, el «torerismo» descuida y menosprecia en ocasiones el significado del toro dentro del espectáculo. No le importa su integridad, ni tampoco el hecho de dar al toro la lidia que merece. Eso es algo secundario para ellos, es algo que ceden a ese aficionado «agrio y hastiado» de excesos dentro del sector: el aficionado «torista». Algunos criticarán la seriedad y exigencia que esta «corriente» defiende. Sin embargo, aunque a veces pueda ser el más duro e incluso parecer injusto en algunos momentos, es el más entregado –y agradecido cuando tiene que serlo, también con los toreros– con la Tauromaquia. Con el toro y con el futuro de este como eje central de la Fiesta. Por lo tanto, no debería ser tan difícil encontrar una solución a esta situación. Busquen la virtud del «término medio», que diría Aristóteles, y no «los vicios de los extremos». No es momento para bromas.